Había un viejo roble en el medio de un
gran floresta. Hace algunos años, una enorme tempestad lo dejó partido y feo.
Jamás había conseguido enderezarse, como los demás
árboles.
Cuando llegaba la primavera, se
adornaba con flores nuevas y verdes que el otoño se encargaba de pintarlas
todas de color rojiza.
Pero los vientos inclementes soplaban y
llevaban todas sus hojas y nada más podía esconder su fealdad.
El árbol fue sintiéndose olvidado,
abandonado, sin utilidad. Y un enorme vacío se apoderó de él.
Cuando el viento del otoño pasó por
allí, él se lamentó: “nadie más me quiere. No sirvo para nada. Soy un
viejo inútil.”
Transcurrieron algunos días y, ya
despuntando el invierno, un pájaro carpintero se posó
en su tronco y empezó a picarlo, en forma insistente.
Tanto lo picó que consiguió hacer un
pequeño agujero, una puertita de entrada para su residencia de invierno, en el
tronco hueco del roble.
Arregló todo con muy buen gusto. Es
decir, estaba todo prácticamente arreglado. Las paredes eran calentitas,
placenteras y había muchos bichitos que podrían alimentarlo como también a
sus pichones.
- ¡Estoy muy
feliz en haber encontrado este árbol hueco! Será la salvación para mí
y para mi familia en el frío que se acerca. .
Poco tiempo después, una ardilla se
acercó y corrió por el tronco envejecido, hasta encontrar un agujero redondo,
que sería la ventanita de su casa.
La forró por dentro con musgo y llevó
pilas y pilas de nueces que la alimentarían
durante toda la estación de vientos helados.
- Estoy muy agradecida, dijo la ardilla,
por haber encontrado este árbol
hueco.
El roble empezó a sentir algunas cosas
extrañas. Las alas de los pajaritos rozando en su intimidad, el corazón alegre
de la ardilla, sus pequeñitas patas palpando el tronco diariamente hicieron que
el árbol se sintiera feliz.
Sus ramas pasaron a cantar felicidad.
Cuando llegó la época de las lluvias, dejó mojarse, permitiendo que las gotas
escurrieran por sus ramas, lentamente. Aceptó la nieve que lo envolvió en su
manto muchas semanas, agradeció
los rayos del sol y la luz de las estrellas.
Todo era motivo de felicidad. El viejo
árbol había vuelto a descubrir la alegría de servir.
***
No hay nadie que no tenga algo para
dar. No existe nadie que no pueda hacer algo en beneficio de su hermano, una
oración, un gesto, un abrazo, un abrigo, un pan.
Hay tanto para hacer en la tierra.
Existen tantos esperando la cuota de nuestro gesto de ternura. Nadie es inútil
o despreciable. Nos cabe volver a descubrir la riqueza que
existe en nosotros y distribuirla a quien la necesite o espere.
Si nos sentimos solitarios, en medio a
las dificultades que nos alcancen, aprendamos a brindar sonrisas en los caminos
por donde pasemos.
Antes de amargarnos y querer gestos de
cariño de amigos y parientes, vamos a anticiparnos y donar nuestra cuota de
amor, hoy mismo si es posible, permitiéndonos hacer usufructo de la alegría de
dar y
darse.
(El Libro de las Virtudes II - pág. 33 - El Árbol
Solitario)