La
historia es conmovedora. Nos habla de una honestidad a toda prueba, y es contada
por Vladimir Petrov, joven prisionero de un campo de concentración en el
noreste de Siberia.
Vladimir
tenía un compañero de presidio llamado Andrey.
Ambos
sabían que de aquel lugar pocos salían con vida, pues el alimento dado a los
prisioneros políticos no tenía como objetivo mantenerlos vivos por mucho
tiempo.
La
tasa de mortalidad era muy alta, gracias al régimen de hambre y a los trabajos
forzados. Y como es natural, los prisioneros, en su mayoría, robaban todo lo
que les caía en sus manos.
Vladimir
tenía en una pequeña caja, algunas galletas, un poco de manteca y azúcar –
cosas que su madre le había mandado clandestinamente, de casi tres mil kilómetros
de distancia.
Guardaba
esos alimentos para cuando el hambre se volviera insoportable. Como la caja no tenía llave, la llevaba
siempre consigo.
Cierto
día, Vladimir fue enviado para un trabajo temporal en otro campo. Y como no sabía
qué hacer con la caja, Andrey le dijo: déjala conmigo, yo te la guardaré.
Puedes quedarte tranquilo que conmigo estará a salvo.
Al
día siguiente de su partida, una tempestad de nieve que duró dos o tres días
dejó intransitables todos los caminos, haciendo imposible el transporte de
provisiones.
Vladimir
sabía que en el campo de concentración que quedó Andrey, las cosas debían
marchar muy mal.
Solamente
diez días más tarde los caminos fueron reabiertos y Vladimir volvió al campo.
Llegó
la noche, todos ya habían vuelto del trabajo, pero no vio a Andrey entre los
demás.
Se
dirigió al capataz y le preguntó:
-
¿Dónde está Andrey?
-
Enterrado en una sepultura enorme junto a otros tantos prisioneros, respondió.
Pero antes de morir me pidió
que te guardara esto.
Vladimir
sintió una fuerte congoja en el corazón.
-
Ni mi manteca ni las galletas pudieron
salvarlo, pensó.
Abrió
la caja y, dentro de ella, al lado de los alimentos intactos, encontró un
billete que decía:
“Estimado
Vladimir. Escribo mientras pueda mover la mano. No sé si viviré hasta que tú
vuelvas, porque estoy terriblemente debilitado. Si muero, avisa a mi mujer y a
mis hijos. Tú sabes la dirección.
Dejo
tus cosas con el capataz. Espero que las recibas intactas.”
Andrey.
¡Piense en ello!
Ser
honesto es un deber que cabe a todas las criaturas que tengan como meta la
felicidad.
Y
la fidelidad es una de las virtudes que liberta el ser y lo eleva en la dirección
de la luz.
Una
amistad sólida y duradera sólo se construye con fidelidad y honestidad recíprocas.
Solamente
las personas honestas y fieles poseen la grandeza de alma de los que ya se
cuentan entre los espíritus verdaderamente libres.
¡Pensemos
en eso!
(De
la revista Selecciones del Reader’s Digest,
Ene/1950 )