Todo empezó cuando un día,
en mi madre, en un lugar bien protegido llamado trompa, dos elementos se
encontraron: uno de mi madre, el óvulo, y otro de mi padre, el espermatozoide.
Como dos apasionados se acercaron y se abrazaron convirtiéndose en
una pequeñita gota de agua.
Ese fue el día más
feliz de mi existencia. Volvía a empezar para mí la oportunidad del regresar a
la carne, después de pasar un largo tiempo en el mundo espiritual.
Me dieron el nombre de
huevo. Yo era muy pequeñito, mucho menor que un granito de arena. Empecé
entonces, un largo viaje. Empujado hacia adelante por algo parecido a cilios,
que desarrollaban delicados movimientos como los del mar cuando besa dulcemente
la arena de la playa, yendo y viniendo, llegué finalmente a un lugar llamado útero.
Era un lugar blandito,
caliente y en seguida noté que no corría peligro. Sin mucho esperar, me fui
acomodando, agarrándome firmemente en una de las paredes. Ya estaba
con tres días de vida.
Poco a poco me fui
cubriendo con una membrana de la misma pared. A los nueve días de vida, mi
forma era la de un disco y tenía medio milímetro de diámetro. Fui creciendo y
a los doce días de vida ya tenía el doble del tamaño: un milímetro.
Recibí el nombre de
embrión. Cómodamente instalado, fui formando una almohada que se llamaba
placenta, para que pudiera alimentarme mejor, retirando del organismo de mi
madre todo lo que precisaba.
Ya estaba con casi un
mes. La expectativa de mi existencia era muy grande. La ansiedad de mi madre se
transformó en pura alegría cuando los análisis indicaron
"positivo". Ahora era mi padre que quería saber si yo sería varón o
niña, rubia o morena, de ojos castaños o azules.
Cuando preguntó: ¿cómo
será? Fui contestando al instante: tengo la forma de la letra c, y me parezco
con un caballito marino. Tengo un centímetro de tamaño.
No sé si me oyeron,
pero lo que sé es que los cuidados y recomendaciones fueron redoblados.
A los dos meses, mi
cuerpito estaba más recto, mi boca más formada, mi nariz empezaba a aparecer,
mis ojos estaban más desarrollados. ¿Mi tamaño? Cuatro centímetros. ¿Mi
peso? Cinco gramos.
A los tres meses ya tenía
forma de gente... Y el tiempo fue transcurriendo.
Una emoción inmensa
sucedió el día en que mi madre pudo oír el latido de mi corazoncito.
Sentía como si fuese un mensaje para ella. Y lo era. Era mi
agradecimiento por todo lo que ella hacía y pensaba por mí.
Ella esperaba, y papá y
yo también estábamos a la espera. ¿Cómo sería nuestro reencuentro?
Seis, siete, nueve
meses. El médico marcó el día de mi llegada. Mis ropitas y el resto del ajuar
estaban listos, y mi cunita también me aguardaba. Última semana de espera.
Hoy me presenté a toda
la familia. ¡Qué alegría! Mi primer día de vida, en los brazos de mi madre.
***
Los hijos que nos llegan
por los caminos de la reencarnación son, casi siempre, espíritus amigos con
los cuales ya vivimos en otras eras.
Nos llegan, golpeando la
puerta del corazón, para solicitar entrada y cuando les permitimos el ingreso
en el seno de la familia, se llenan de felicidad.
Pueden ser comparados a
pequeñas aves que regresan al nido, después de cansativas andanzas por otras
tierras, buscando cariño, ternura y abrigo.
Estemos atentos y jamás
cerremos las puertas de nuestro amor a esos pájaros implumes que nos buscan
deseando una oportunidad para regresar a la vida física.