Un buen hombre, que amaba la naturaleza, plantó una plántula un día soleado. Ella brotó exuberante y llena de vida, feliz, estirando alegremente sus brazos, alargándolos día a día.
Al principio, casi nadie se fijó en aquel proyecto de árbol, que crecía y se cubría de hojas, revoloteando con el viento suave que las tocaba.
Con el tiempo, se convirtió en un árbol robusto, sus ramas se transformaron en ramas fuertes y se convirtió en una planta adulta.
Los días soleados, las personas se cobijaban bajo su enramada, mientras esperaban el autobús que los llevaría a sus destinos. Los niños aprovechaban para colgarse de sus brazos, balanceándose de un lado a otro.
Y todos se fueron acostumbrando a aquella presencia amiga y silenciosa que daba sombra, que soportaba a las personas que se apoyaban en su tronco, que aguantaba a los niños subiendo, bajando y colgándose de sus ramas.
Sin embargo, una noche de tristeza, un hombre descontento con las hojas que caían en el otoño y las flores de primavera que alfombraban el suelo, decidió cortar el árbol.
Él no quería molestarse en recoger las hojas muertas, ni barrer las flores que coloreaban la hierba y formaban interesantes arabescos.
Cuando amaneció, lo que se veía eran las ramas cortadas, amontonadas en la acera y un trozo de tronco que se erguía desnudo, casi avergonzado.
Los niños se lamentaban, los adultos se preguntaban quién habría hecho semejante maldad.
Y el tronco permaneció allí, plano, de pie, sin ninguna protección, soportando el frío de las noches invernales y el calor de las tardes. También la lluvia, el viento.
Y todos pensaron que el árbol moriría de tristeza y de dolor ante tanta crueldad. Él lo había dado todo, se había entregado sin reservas.
¿Qué había recibido a cambio, sino una sentencia de muerte?
Mientras tanto, los días pasaban, fusionándose en la semana que se convirtió en el mes y los meses en la siguiente estación.
Entonces, el árbol valiente decidió brotar de nuevo. Y aparecieron pequeñas hojas verdes en la parte superior del tronco y en los laterales.
Hojas tiernas, que anunciaban la vuelta a la vida. El árbol había olvidado el maltrato, el intento de muerte y, en un gesto de auténtico perdón, estaba dispuesto a vivir de nuevo.
* * *
El gran Olavo Bilac, refiriéndose a los árboles viejos, escribió una vez:
¡No lloremos, amigo, la mocedad!
¡Envejezcamos riendo! Envejezcamos
Como los árboles fuertes envejecen:
En la gloria de la alegría y de la bondad,
Abrigando a los pájaros en sus ramas,
Dando sombra y consuelo a los que padecen.
Parafraseando al poeta, decimos que sería bueno que aprendiéramos de los árboles la lección del perdón, ofreciendo a quien nos hiere la otra mejilla, la de la donación.
Sería bueno que, tras haber sido talados por la calumnia y la maldad, nos levantáramos y ofreciéramos flores y frutos en abundancia.
Pensemos en eso: el perdón es el gesto de quien no alberga penas, ni alimenta resentimientos. Es el gesto de quien vive libre porque no se deja aprisionar por el dolor de la rebelión ante la injusticia.
Tampoco se deja hacer desgraciado por la infelicidad y la envidia de los malos. Vive en plenitud, produce todo el bien que puede y releva los actos indignos de quienes son prisioneros de su propia pequeñez.
Así que, seamos como el árbol amigo, retribuyendo el mal con el bien y preocupándonos mucho más por los que nos aman que por los que nos desprecian.
Valoremos el amor. Valoremos el bien.
Redacción del Momento Espírita.
El 9.1.2024.