Mientras duró el bloque treinta y uno, en el campo de exterminio de Auschwitz, albergó a quinientos niños.
Varios prisioneros, conocidos como consejeros, a pesar de la estricta vigilancia a la que estaban sometidos, disponían, contrariando todos los pronósticos, de una biblioteca clandestina.
Era minúscula. Constaba de ocho libros, entre ellos, Una breve historia del mundo, de H.G. Wells, un libro de texto de ruso y otro de geometría analítica.
Al final de cada jornada, los libros, junto con otros tesoros como medicinas y algo de comida, eran confiados a una de las niñas.
Se trataba de Dita, de catorce años.
Su tarea consistía en protegerlos, esconderlos de forma que no pudieran ser descubiertos, cuando los guardias nazis inspeccionaban a los prisioneros.
Por la noche, los libros se colocaban debajo de una tabla del suelo, en un rincón. La tierra había sido excavada lo suficiente para crear un espacio para la pequeña biblioteca.
Los libros encajaban con tal precisión milimétrica que, aunque los guardias pisaran o golpearan las tablas con los nudillos, no sonarían a hueco.
Nada hacía sospechar que hubiera un pequeño escondite debajo.
Aquellos ocho libros eran preciosos. La joven bibliotecaria los leía. También los acariciaba.
Muy desgastados, con los bordes enrojecidos por la humedad, algunos mutilados, eran un tesoro.
Su fragilidad los hacía aún más valiosos.
Dita se dio cuenta de que debería cuidar de esos libros como ancianos supervivientes de una catástrofe.
Tenían una importancia inigualable. Sin ellos, la sabiduría de siglos de civilización podría perderse.
Registraban la técnica geográfica que permitía saber cómo era el mundo; el arte de la literatura, que multiplica por decenas la vida de un lector; la gramática que permitía tejer los hilos de la comunicación entre las personas.
¡Qué preciosidades! Aunque uno estuviera en francés y nadie supiera el idioma. Nadie, excepto la Sra. Markéta.
Y ella, como los demás, se convirtió en un libro vivo. Y contaba la historia del Conde de Montecristo una y otra vez.
Mientras estaban absortos leyendo y releyendo aquellos libros, o escuchando historias narradas por los libros vivos, los niños olvidaban que estaban en un barracón lleno de pulgas.
Dejaban de oler la carne quemada que salía de los crematorios, dejaban de tener miedo.
Durante esos minutos, aquellos niños eran felices.
La realidad era demasiado dura. Por eso tenían que dejar volar su imaginación. Viajar en el tiempo con las aventuras de tal o cual personaje. Imaginar que un día volverían a ser libres, que volverían a sentirse personas.
* * *
William Faulkner dijo que lo que hace la literatura es como encender una cerilla en un campo en medio de la noche. Una cerilla no ilumina casi nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a nuestro alrededor.
De hecho, la cultura no es necesaria para la supervivencia humana. Sólo el pan y el agua.
Con pan para comer y agua para beber, el hombre sobrevive, pero sólo con eso, la humanidad entera muere.
Si el hombre no se conmueve ante la belleza, si no cierra los ojos y pone en marcha los mecanismos de su imaginación, si no es capaz de hacerse preguntas y vislumbrar los límites de su ignorancia, no es una persona.
Pensemos en eso.
Redacción del Momento Espírita, con base
en datos del libro A bibliotecária de Auschwitz,
de Antonio G. Iturbe, ed. AGIR.
El 18.12.2023.