Cuando hablamos de la conservación de los bosques, nos damos cuenta de lo valiosos que son para nosotros.
Los bosques regulan el clima y almacenan el carbono.
Son el hogar de gran parte de la biodiversidad del planeta. Algunas especies, por cierto, son aún desconocidas para la ciencia.
Son una inmensa biblioteca de medicinas naturales. En ellos se pueden encontrar los principios activos para la mayoría de los medicamentos. Incluso para la cura de ciertas enfermedades.
En la Amazonia, en los últimos años, se han catalogado nada menos que seiscientas nuevas especies.
Eso nos demuestra la riqueza, que merece cuidado y preservación.
Cuando no los preservamos, el resultado es la extinción de vegetales y animales preciosos.
También hay en nuestras vidas una inmensa biodiversidad. Son detalles pequeños, pero de capital importancia para nuestra ecuación como personas.
Nos referimos a cosas casi ínfimas, pero que no pueden merecer el descuido de nuestro olvido.
Podemos entretejer en la colcha de nuestros recuerdos a alguien que desempeñó un gran papel en nuestra formación como seres humanos.
Su nombre puede haber sido Ángela, Giovana, María, Anna, Rosa.
No importa. Los que crecimos acostumbrados a su presencia, diremos simplemente que se llama nonna.
Madre de nuestra madre o de nuestro padre. De ella hemos aprendido muchas cosas: a amasar el pan, a cocer en el horno de ladrillos, a revolver pacientemente la fruta para la mermelada en la enorme olla de cobre.
En la indumentaria de esa notable personalidad, seguro que recordaremos una prenda: el delantal.
Nuestras nonnas se los ponían, apenas al levantarse de la cama.
El delantal protegía la ropa de cualquier suciedad, durante las horas de trabajo, entre el lavadero, las comidas, las mermeladas, la limpieza primorosa de la casa y del patio.
También servía de guante protector para retirar las ollas de la cocina, o los deliciosos pasteles y tartas del horno.
Y las manos de la nonna nunca se quemaban en esos procesos. Era un delantal inmejorable.
Más de una vez ha servido para secar nuestras lágrimas, por la rodilla rallada en la carrera o en la caída de la bicicleta.
También nos ha limpiado la cara sucia por las travesuras en el patio. O manchadas por los caramelos devorados a toda prisa, en el afán de querer más.
El delantal de la nonna era siempre un nido de sorpresas.
Si venía del gallinero, podríamos encontrar los huevos aún calientes en él.
En la época de las frutas, era un inmenso tesoro, donde podíamos encontrar naranjas, ciruelas, manzanas, fresas rojas, recién cosechadas.
Se transformaba en un cesto de tela, trayendo de la huerta generosa las legumbres, las verduras, las especias.
En los días fríos, cuando lo veíamos, suspendido por las dos poderosas manos de la nonna, lo sabíamos: contenía algo más de leña para alimentar el fuego, calentando la cocina.
El delantal de la nonna. ¿Cómo olvidarlo?
Él está íntimamente conectado a esa personalidad que generó a nuestro padre o a nuestra madre.
A esas manos que nos han acariciado muchas veces.
Las mismas manos que han cuidado de la tierra, de las flores, de los frutos.
Manos que han arreglado el delantal cientos de veces al día.
Recuerdos que debemos atesorar: el delantal. Nuestra abuela.
Redacción del Momento Espírita,
inspirado en el texto O avental
da nonna, de autoría ignorada.
El 1º.6.2023.