¿Podemos evaluar los dolores ajenos? ¿Cuál será el más grande?
¿El de la madre que llora, al lado de su hija, cuyo cuadro leucémico la arrastra, de forma irreversible, a la muerte?
¿De quien llegó al aeropuerto, para un viaje de vacaciones al exterior y el vuelo fue cancelado? Tanto tiempo esperando, planeando, para terminar en la nada.
Compromiso de meses en la tarjeta de crédito para el pago del hotel, del transporte en el lugar de llegada, los paseos previamente contratados. Todo se fue por el desagüe.
Sí, es posible reprogramar el vuelo, ¿pero lo programado puede reprogramarse?
¿Qué dolor será más grande: el de quien sufrió un grave accidente y vio morir a uno de sus amores?
¿O el de quien compró el coche de sus sueños y llegó con las especificaciones incorrectas? El color no es exactamente el elegido.
Es imposible comparar el dolor de uno con el de otro. En primer lugar, porque sólo podemos evaluar cualquier dolor si ya lo hemos experimentado.
En segundo lugar, porque cada persona tiene su manera peculiar y especial de sentir.
Y, finalmente, porque ninguno de nosotros tiene el conocimiento real de por qué la persona llora o se desespera.
Quien llora por un bien material perdido, o recibido de manera diferente a la que pidió, quien tiene un bien material robado, roto, ¿estará realmente llorando a causa de eso?
¿O su llanto está traduciendo dolores íntimos nunca declarados, abandono, frustración de tantas y múltiples otras situaciones?
Por lo tanto, es imposible comparar o tratar de evaluar el dolor del otro. Podría ser fácil decir que lo que le está pasando no es nada comparado con nuestra dificultad.
Cuando Jesús lloró, llegando a Betania, y la hermana de Lázaro le dijo que, si Él hubiera llegado a tiempo su hermano no habría muerto, los que Lo vieron llorar creyeron que Él lloraba por la muerte de su amigo.
Sin embargo, Jesús lloraba por la incomprensión de las personas. Él, el Mesías, El que había enseñado que nadie muere, que la vida es inmortal, tenía allí a una de las personas amadas, a la que había elegido como su hermana, mostrando desesperación ante la muerte.
Eso nos dice que no podemos evaluar la esencia de las lágrimas del otro. Los sentimientos son íntimos y estamos lejos de conocer la profundidad de cada uno.
Por lo tanto, el orden del amor se llama compasión. Compasión por quien llora el dolor de la ausencia de un amor que partió, por una enfermedad o por un accidente trágico.
Compasión por quien llora la muerte de su mascota. Compasión por quien llora por el viaje frustrado, por el paseo que no funcionó, por el noviazgo roto.
Todo dolor merece respeto. Todo dolor merece refugio, consuelo. Todo dolor es real. Cada uno siente su propio drama, según su propia fuerza, su manera de entender la vida.
Por tanto, que nuestra acción ante el dolor ajeno sea la de la comprensión. Y si no podemos entender el motivo de las reacciones del otro, si creemos que el drama es demasiado para algo no tan importante, simplemente ofrezcamos nuestro hombro.
Nuestro hombro para que la persona se apoye, para que derrame sus lágrimas, para que tranquilice su corazón.
Y abramos nuestro propio corazón para escuchar. Ofrezcamos nuestros brazos para el acogimiento.
Redacción del Momento Espírita
El 15.6.2022