En la noche que parecía de infinitas tristezas, ante las palabras proféticas del Maestro, una nota de esperanza.
Una esperanza que no sólo parpadea como una llama tímida, sino que enciende corazones ante la perspectiva deslumbrante.
Jesús se despedía de sus amigos, ellos lo sentían. Jamás, incluso en el reducido círculo apostólico, Sus instrucciones habían repercutido tan anunciadoras de dolores futuros.
La cena pascual, que recordaba la liberación de la esclavitud de Egipto, que hablaba de un Dios que había mirado a Su pueblo y lo había abrigado en Su amor, había sido poblada de actos, no por todos percibidos.
Las palabras caían en aquellos corazones que se preguntaban: ¿Qué haremos cuando Él se vaya? Él es nuestra fortaleza, nuestro refugio. ¿Qué haremos, después?
Ellos habían dejado sus quehaceres, sus hogares para estar con Él, que les había mencionado un reino jamás conocido.
Algo totalmente diferente de lo que vivían en aquellos días del dominio romano.
Sin embargo, aquella despedida los atemorizaba:
Hijitos, estaré con vosotros un poco tiempo más.
Aún un poco, y el mundo no me verá más, pero vosotros me veréis; porque yo vivo y vosotros viviréis.
Entonces, el Poeta de un reino aún no alcanzado, elevó una súplica al Padre. Y en los versos de Su oración, brotaron flores de esperanza:
Padre, la hora ha llegado. Glorifica a tu hijo, para que también tu hijo te glorifique a ti.
Yo te he glorificado en la tierra, habiendo cumplido la obra que me diste para hacer.
Manifesté tu nombre a los hombres que del mundo me diste. Eran tuyos, y tú me los diste y han guardado tu palabra.
Ahora, han conocido que todo lo que me has dado procede de ti.
Ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos.
Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a ti.
Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste para que sean uno, como nosotros.
No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal.
Así como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.
Y no ruego solamente por estos, sino también por los que por su palabra han de creer en mí.
Padre, los que me has dado, quiero que donde yo esté, ellos también estén conmigo, para que vean la gloria que me diste. Porque tú me has amado desde antes de la fundación del mundo.
Padre justo, el mundo no te conoció. Pero yo te conocí y éstos conocieron que tú me enviaste.
Yo les hice conocer más, para que el amor con que me has amado esté en ellos. Y yo esté en ellos.
Como una suave balada, la rogativa había calmado aquellos corazones. El Buen Pastor los entregaba, en su totalidad, al Padre Amoroso y Bueno.
Y prometía que siempre estaría con ellos.
Qué más podrían anhelar sino estar con Él, en la gloria, en el dolor, dondequiera que fuera y como fuese.
Cuando la voz se calló, permanecieron todos mudos. No había nada más que decir.
La declaración fue del más puro amor de un Ser a Sus tutelados.
Por eso, cuando llegó la hora, ellos salieron a predicar las bellezas del reino de los cielos, deseando atraer a todos hacia Él, a fin de que disfrutasen de la misma felicidad que invadía sus almas.
En la noche pandémica que nos persigue, recordemos: ¡el Pastor está con nosotros!
Redacción del Momento Espírita, con transcripción del
Evangelio de Juan, cap. 13, vers. 33 y del cap. 17,
vers. 1, 4, 6, 7, 9, 11, 15, 18, 20, 24 y 25.
El 26.1.2022.