En aquel atardecer, yo caminaba por las calles, desolado.
Las personas pasaban a mi lado y yo las observaba con atención.
Muchas sonreían ampliamente, en conversaciones triviales. Otras, serias, guardaban profunda concentración.
También vi mendigos desalentados, recicladores agotados.
En mi caminata solitaria, en la caminata solitaria de tantos otros, ¿dónde estaba Dios?
¿Por qué no curaba todos los dolores, el hambre, la violencia, la desigualdad?
Cuando el sol se despedía, me di cuenta de que mis pasos cuestionadores me habían conducido delante de un hogar de niños.
Una religiosa, que buscaba a los últimos pequeños, que insistían en quedarse un poco más allá de la hora en el empobrecido parquecito, me vio allí parado, observando la escena.
Ella sonrió e hizo un gesto para que yo entrara en el modesto local. Sin saber exactamente por qué, acepté la acogedora invitación.
Después que los pequeños entraron, la señora me explicó que allí vivían niños abandonados por sus padres biológicos o devueltos después de una breve y frustrada adopción.
Ellos fueron a bañarse, porque luego la cena sería servida.
Cuando todos estaban en el comedor, la señora me llevó hasta allí y me ofreció un plato de sopa, el mismo servido para todos.
Se trataba de una sopa rala, que los niños sorbían como si fuera un banquete.
Para ellos, arroz con frijoles sólo tres veces por semana. Carne, dos veces al año: el domingo de Pascua y en la cena de Navidad.
Tomando aquel caldo tan sencillo, me acordé de mi casa, de mi despensa llena, de mis comidas abundantes.
Después de la cena, los pequeños fueron a los dormitorios. Antes de dormir, se arrodillaron y juntos pronunciaron una conmovedora oración, agradeciendo el día, la comida y pidiendo a Dios que cuidara de aquellos que tenían menos que ellos.
Cuando se durmieron, las hermanas se reunieron en la humilde capilla y me invitaron a unirme a ellas.
Oraron en agradecimiento por la vida, por el trabajo, por tener condiciones de ofrecer un abrigo a aquellos olvidados del mundo.
En aquel pobre lugar tan rico, fui a las lágrimas. En aquel hogar yo, que me sentía huérfano de Dios, Lo encontré.
Allí, finalmente, percibí que el puente entre el Creador y la criatura es el amor, expresado por la dulce y suave melodía de la gratitud.
* * *
Señor, yo sé que Tú me observas. Sabes cuando me siento y me levanto. De lejos conoces mi pensamiento.
Los versos del Salmo nos revelan que Dios se hace presencia viva en todos. Conoce nuestras alegrías y dolores. Está con nosotros en nuestras conquistas. También cuando contra Él nos rebelamos ante nuestras dificultades.
Dios, Padre amoroso que es, no nos abandona cuando los sufrimientos nos asaltan, pues son ellos los que nos ayudan a disipar las maldades morales que toman nuestro fuero íntimo y que nos alejan de la verdadera felicidad.
Seamos, pues, agradecidos. En todo está la mano del Padre. Ricos o pobres, alegres o tristes, realizados o frustrados, en todo Dios nos observa, nos acompaña y jamás, en ningún instante, separa Su Divina mano de la nuestra.
* * *
Recordemos: no son las personas felices las que son agradecidas. Son las personas agradecidas las que son felices.
¡Pensemos en eso! ¡Seamos agradecidos!
Redacción del Momento Espírita, con cita del
libro bíblico Salmos, cap. 139, vers. 1 y 2.
El 29.7.2021.