Cuenta
el folklore europeo que hace muchos años un joven y una joven apasionados
resolvieron casarse.
Casi
no tenían dinero, pero a ellos eso no les importaba.
La
confianza mutua era la esperanza de un hermoso futuro, desde que estuvieran
juntos.
Entonces,
marcaron la fecha para unirse en cuerpo y alma.
Sin
embargo, antes de la boda, la chica
le hizo un pedido al novio:
-
No puedo imaginar que un día podamos separarnos. Pero puede de ser que con el
tiempo uno se canse del otro, o que tú te aburras y me mandes de vuelta a casa
de mis padres.
-
Quiero que tú me prometas que, si algún día sucediera eso, me dejarás que
lleve conmigo el bien más precioso que tenga en la ocasión.
El
novio se rió, creyendo que era una tontería lo que ella decía, pero la joven
no se satisfizo hasta que él plasmó la promesa por escrito y la firmó.
Entonces
se casaron.
Decididos
a mejorar de vida ambos trabajaron mucho y fueron recompensados.
Cada
nuevo éxito los tornaba más determinados a salir de la pobreza, y trabajaban aún
más.
Y
el tiempo pasó y la pareja prosperó. Conquistaron una situación estable, cada
vez más confortable, y finalmente se hicieron ricos.
Se
mudaron para una casa muy amplia, conquistaron nuevos amigos y se cercaron de
los placeres que brinda la riqueza.
Pero,
con su tiempo dedicado totalmente a los negocios y a los compromisos sociales,
pensaban más en las cosas que uno en el otro.
Discutían
sobre qué comprar, cuánto gastar, cómo aumentar el patrimonio, pero estaban
cada vez más distanciados entre sí.
Un
cierto día, mientras preparaban una fiesta para amigos importantes, discutieron
sobre una bobada cualquiera y empezaron a levantar la voz, a gritar, y
llegaron a las inevitables acusaciones.
-
Tú no te importas conmigo, gritó el marido - sólo piensas en ti, en ropas y
alhajas.
-
Toma lo que creas más precioso, como prometí, y vuelve para la casa de tus
padres. No hay más motivo para que continuemos juntos.
La
mujer se quedó pálida y lo encaró con un mirar apenado, como si terminara
de descubrir algo que nunca había sospechado.
-
Muy bien, le dijo ella en voz queda. Quiero realmente marcharme. Pero quedémonos
juntos esta noche para recibir a los amigos que fueron invitados. Él consintió.
La
noche llegó. Empezó la fiesta, con todo el lujo y abundancia que la riqueza
permitía.
Alta
madrugada, el marido se durmió, exhausto. Ella entonces hizo que lo llevasen
con cuidado para la casa de sus padres y lo pusieran en la cama.
Cuando
él se despertó, a la mañana siguiente, no entendió lo que había sucedido.
No sabía donde estaba y cuando se sentó en la cama para mirar a su alrededor,
la mujer se le acercó y le dijo con cariño:
-
Querido marido, tú me prometiste que si algún día nos separábamos yo podría
llevar conmigo el bien más precioso
que tuviera en el momento.
-
Pues bien, tú eres y siempre serás mi bien más precioso. Te quiero más que a
todo en esta vida, y ni la muerte podrá separarnos.
Se
entrelazaron en un abrazo de ternura y volvieron para casa más apasionados que
nunca.
***
El
egoísmo, muchas veces, nos turba la visión y nos hace ver las cosas de forma
desfigurada.
Nos
hace olvidar de los verdaderos valores de la vida y buscar cosas que tienen
valor relativo y pasajero.
Es
importante que en nuestro día a día, hagamos un análisis y coloquemos en la
balanza nuestros bienes más preciosos y pasemos a darles el valor que les
corresponde.
(Basado
en la historia “El bien más precioso”, del Libro de las Virtudes, pág.
460.)