La vida no es vivida por todos de la misma manera. Cada uno tiene su forma particular de vivir, de sentir. Incluso para recibir y administrar las dificultades que se presenten.
Es interesante ver personas que sufren dolores intensos, que pasan sus días inmersos en graves problemas y, sin embargo, mantienen la sonrisa en los labios y las ganas de vivir.
Quienes las observan a la distancia, desconociendo los dramas que afrontan, creen que son criaturas totalmente felices, sin dificultad alguna que las alcance.
Parecen plantas floreciendo en pleno invierno. Algo parecido al ipê (Tabebuia), ese árbol terco.
Mientras que los otros eligen florecer en el clima templado de la primavera y en los días calurosos y lluviosos del verano, él engalana los últimos bloques del invierno.
Indiferente a las bajas temperaturas, presenta sus flores amarillas, blancas, moradas, en abundancia.
Y cuando llega el viento frío, él le entrega las ramas, y se deja desnudar de las flores hermosas, bordando el suelo.
Esperanzado, aguarda la primavera.
Sería bueno si fuéramos como el ipê, ofreciendo nuestras floraciones de sentimientos al mundo, incluso en las estaciones invernales de nuestras existencias.
O que imitáramos aquellas otras flores que alcanzan su esplendor precisamente en el tiempo frio, como la gerbera, pariente de las margaritas.
O el tulipán que exige, para su desarrollo, el clima frío. O la camelia que exhibe todo su esplendor en pleno invierno.
Todos tenemos las estaciones de invierno. Aquellas donde el aire frío de la soledad nos castiga, los problemas se acumulan como copos de nieve cayendo, de forma incesante, sobre nuestras cabezas.
Es entonces que la lluvia fina y helada de las dificultades se hace insistente.
Sería bueno florecer mientras otros se muestran entumecidos, adormecidos por las horas de invierno. Florecer en medio de la estación fría de los sentimientos ajenos.
Florecer en medio de la indiferencia de tantos.
Florecer cuando los corazones ya se han desnudado de esperanza y los ceños fruncidos hablan de las preocupaciones que les toman las horas.
Ofrecer flores coloridas cuando los cielos se presentan grises, las nubes cargadas, anunciando fuertes lluvias pronto.
Ojalá pudiéramos ser como la naturaleza que se renueva, esplendorosa, después de la tempestad que la violó, le rompió las ramas y le arrancó las flores.
Pudiéramos elevarnos como el bambú que se dobla ante la furia del viento y, después de la tormenta, se eleva, exuberante, de nuevo.
Tenemos tanto que aprender de la naturaleza, que todos los días nos enseña fortaleza, buen ánimo.
Que no se estremece con la destrucción, porque reconoce su propio poder de rehacerse.
Que después de la lluvia torrencial, ofrece el aire límpido y ligero y espera la llegada del carro del sol, triunfante, vertiendo oro.
Que, caprichosa, pincela las nubes de colores mientras esculpe delicadas formas que llenan de imaginación la cabecita de los niños: carneros, leones, un águila...
Sí, la naturaleza es una maestra ejemplar. Si la observáramos más, descubriríamos muchas formas de ser más felices, imitándola.
No nos permitiríamos la desesperación ante los temblores sísmicos del alma, ni la depresión ante los percances que nos presenta la vida.
Naturaleza. Obra de las manos Divinas que nos ofrece belleza, armonía, lecciones del buen vivir.
Aprendamos de ella, nuestra madre naturaleza.
Redacción del Momento Espírita.
El 29.3.2021.