Cuando alguien enfrenta dificultades duras y le invitamos a orar, a veces escuchamos en cambio: ¿Y esto resolverá mi problema?
¿Por casualidad, me llenará el plato de comida o me dará una manta para soportar mejor el frío?
Todavía estamos muy lejos de tener la idea exacta del poder de la oración. San Agustín tuvo la oportunidad de decir: ¡Qué conmovedoras son las palabras que salen de la boca del que ora!
Avanzad por los caminos de la oración y oiréis las voces de los ángeles. Son las liras de los arcángeles.
Son las voces tiernas y suaves de los serafines, más delicadas que las brisas de la mañana, cuando juegan en el follaje de los bosques.
Vuestro lenguaje no podrá expresar esa dicha, tan rápido entra por todos vuestros poros, tan viva y fresca es la fuente en la que, orando, se bebe.
En el recogimiento y en la soledad, estáis con Dios. Apóstoles del pensamiento, la vida es para vosotros.
Recordamos que Jesús, durante Su estancia entre nosotros, buscaba la soledad para orar. Se dirigía al Padre en muchas ocasiones.
En uno de los momentos más cruciales de Su vida, anticipando Su arresto, suplicio y muerte, Él ora en el Huerto de los Olivos.
Ora y pide a los amigos Pedro, Santiago y Juan que oren con Él.
En la cruz, en Su agonía, Su última frase fue una oración profunda y sentida: Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu.
Desconocemos, sí, el poder de la oración y no la estamos utilizando tanto como deberíamos.
Además de nuestras oraciones matutinas y vespertinas regulares, la oración debería ser de todos los instantes, aunque tengamos que interrumpir nuestros trabajos.
Ante los dolores, pedir al Señor que abrevie nuestras pruebas, que nos conceda la alegría y los bienes que necesitamos para nuestra subsistencia.
Además, que nos conceda los preciosos recursos de la paciencia, de la resignación y de la fe.
Entonces, en tiempos de tormenta, de caos, oremos. Busquemos ese amparo superior que, aunque no nos proporcione alimento material, nos llenará el alma de bendiciones, abasteciéndonos de energías espirituales.
Y, ciertamente, encaminada a los mensajeros de Dios, que cumplen Su Voluntad en la Tierra, inspirarán a alguien para socorrernos del hambre. También del frío.
Activemos la oración porque ella es la hija primogénita de la fe.
Cuando los vientos soplen, inclementes, cuando la tormenta nos alcance, ¿qué poder sino el Divino, inmediatamente, podrá socorrernos?
¿A quién le pediremos misericordia, sino al Padre de todos nosotros?
Recordamos las palabras del Maestro, señaladas por Mateo: Porque habrá en ese tiempo gran tribulación, como nunca ha sucedido desde el principio del mundo hasta ahora, ni nunca más la habrá.
Y si aquellos días no fuesen acortados, ninguna carne se salvaría. Pero, debido a los elegidos, ese tiempo se acortará.
¿Quiénes son los elegidos, sino los hijos del Dios bueno, generoso, que levanta las olas y aplaca los vientos?
El Dios que sostiene nuestras vidas, ofreciéndonos Su aliento diariamente, que absorbemos en el aire que respiramos.
Por eso, no nos olvidemos de orar, alabando la generosidad Divina, agradeciendo el don de la vida, la maravilla de la Creación.
Ejercitemos la felicidad de la oración. Oremos en pensamiento, palabras y obras.
Redacción del Momento Espírita, basado en el cap.
XXVII, puntos 22 y 23 del Evangelio según el Espiritismo,
por Allan Kardec, ed. FEB y transcripciones del Evangelio
de Mateo, cap. XXIV, vers. 21 y 22 y del Evangelio
de Lucas, cap. XXIII, vers. 46.
El 18.2.2021.