Dios hizo al hombre para vivir en sociedad y, entre todas las otras facultades necesarias para la vida de relación, le dio una facultad especial, la palabra.
Solo el hombre la posee, en este planeta extraordinario.
¿Por qué la utilizamos tan mal, sembrando infortunios, cuando sólo podríamos crear alegría y felicidad?
¿Por qué, tan a menudo, nos servimos de ella para la calumnia, la mentira, esparciendo las semillas de la desconfianza y de la maldad?
La palabra es la expresión más sublime de la naturaleza. Ella revela el poder del Creador y refleja toda la grandeza de Su obra divina.
Rápida como la electricidad, brillante como la luz, coloreada como el prisma solar, es la mensajera de la idea.
Ella agita sus alas doradas, murmura dulcemente en nuestros oídos, juega ligera y traviesa en nuestra imaginación, nos envuelve en sueños agradables o en los suaves recuerdos del pasado.
El sentimiento la convierte en la llave dorada que abre el corazón a las suaves emociones del placer, como el rayo de sol que desata el capullo de una rosa llena de frescor y de perfume.
A menudo, es la nota suelta de un himno, que resuena dulcemente, que vibra en el aire y se pierde más adelante, en el espacio, o que viene a acariciarnos suavemente los oídos, como el eco de una música a la distancia.
Flor simple y delicada del sentimiento, nota palpitante del corazón, ella puede elevarse hasta la cima de la grandeza humana e imponer leyes al mundo desde lo alto de ese trono, que tiene por peldaño el corazón y por cúpula la inteligencia.
Todo hombre, orador, escritor o poeta, todo hombre que usa de la palabra, no como medio de comunicación de sus ideas, sino como una herramienta de trabajo; todo aquél que habla o escribe, no por necesidad de la vida, sino para cumplir una alta misión social; todo aquél que hace del lenguaje una profesión hermosa y noble, debe conocer a fondo la fuerza y ??los recursos de este elemento.
La palabra tiene un arte y una ciencia. Como ciencia, expresa el pensamiento con toda su fidelidad y sencillez.
Como arte, reviste la idea de todos los relieves, de todas las gracias y de todas las formas necesarias para arrebatar al Espíritu.
El maestro, el magistrado, el historiador, en el ejercicio de la honorable profesión de la inteligencia, de la justicia, de la religión y de la humanidad, deben hacer de la palabra una ciencia.
El poeta y el orador deben ser artistas y estudiar en el vocabulario humano todos sus secretos más íntimos, como el músico que estudia las más leves vibraciones de las cuerdas de su instrumento; como el pintor que estudia todos los efectos de la luz en la claridad y en la oscuridad.
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¿Qué hacemos con este talento que el Creador nos otorgó? ¿Somos de los que lo usamos para exaltar la belleza, promover la paz, sembrar el bien?
¿Cómo nos servimos de esta poderosa arma? ¿Atraemos a las personas para la belleza, lo bueno y lo bello, o las seducimos para lo que sea de nuestro exclusivo agrado y provecho?
Como todos los talentos de los que estamos dotados, tendremos que rendir cuentas a la Divinidad, de cómo nos servimos de esta palanca gigantesca, que puede emocionar por la poesía, ilustrar por la enseñanza, erguir comunidades, romper las cadenas de la ignorancia.
Pensemos en eso, y sirvámonos de la palabra para todo lo que sea grande, inspirador y promotor de maravillas en este inmenso mundo de Dios en el que nos movemos, vivimos y deseamos ser felices.
Redacción del Momento Espírita, basado en el texto
A palavra, de José de Alencar y con cita del ítem 766,
de O libro dos Espíritos, de Allan Kardec, ed. FEB.
El 16.11.2020.