Creemos que muchos, si no todos, recordamos ciertos momentos familiares. Sobre todo, los que marcaron nuestra infancia.
¿Con qué frecuencia nos levantamos en medio de la noche, despertando de un mal sueño o con el ruido de la tormenta en la ventana, y corrimos a la habitación de nuestros padres?
Incluso antes de que ellos se dieran cuenta, saltamos en medio de ellos en busca de abrigo. Allí desaparecía el miedo, nos sentíamos protegidos.
Casi siempre, poco después, uno de los hermanos hacía el mismo camino y también se amontonaba en la misma cama.
Padre y madre se acomodaban, nos abrigaban, abrazaban y murmuraban: Está todo bien. Pronto pasará. Cierren los ojos y duerman. Están a salvo aquí.
Y qué seguro era estar entre ellos, que parecían dos murallas evitando que algo malo nos afectara.
Entre las frazadas, de vez en cuando aparecía una queja: Me estás apretando. Ve hacia allá. Estoy sin frazada. Mamá, él me está pateando.
Y sus padres se esforzaban por dormir, mientras que un pequeño se movía, otro resoplaba e incluso se quedaba conversando porque había perdido el sueño.
De todos modos, cuando llegaba la mañana, siempre había alguien reacio a levantarse de la cama. Después de todo, ¿quién quiere dejar algo tan bueno?
A veces algunas risas, porque papá nos hacía cosquillas para despertarnos y levantarnos.
La siguiente cita era en la cocina. Todavía en pijama, tomábamos café con tostadas, mermelada, frutas. Cuántas delicias. Y era un querer más y más.
Recuerdos deliciosos mezclados con el olor a café, pan calentito, mantequilla derritiéndose en la rebanada humeante.
En estos días, cuánto perdemos al levantarnos apresuradamente, tomando café de cualquier manera, sin saludar el día que surge, sonriendo, entre los árboles.
Recuerdos...
Pero había otros. Había momentos en que todos íbamos a la casa de la abuela. Era el día en que los padres tenían su programación. Y allí estábamos, los primos reunidos, todos queriendo lo mismo.
El enorme colchón en el salón apenas nos contenía a todos. Y seguramente no debe haber durado mucho tiempo con tantos saltos y batallas de almohadas sobre él.
Sin mencionar los montones que hacíamos. Mucha gente. Uno sobre el otro hasta que todos caíamos sobre él, el colchón amigo.
Y había el momento del pastel de harina de maíz, los muffins de lluvia. Tantas cosas deliciosas en la casa de la abuela. Y ninguno de nosotros estaba preocupado por las calorías o las dietas.
Hoy, distantes unos de otros, cada uno con su propia vida, su profesión, su familia, tardamos en reunirnos todos.
Estos recuerdos alimentan nuestras horas y nos dicen que cosas tan simples pueden hacernos felices.
¿Será que estamos dando algunos de estos momentos a nuestros hijos?
¿Recordamos una batalla de almohadas, saltar en la cama, aceptarlos entre nosotros cuando nos buscan al amanecer y solo queremos dormir?
¿Practicamos con ellos algunas de esas cosas que hicieron la gran diferencia en nuestra infancia? Tal diferencia hace que, aun cuando los años transcurran, tales cosas permanecen vivas en nuestra memoria.
Vivas, felices, diciéndonos que la vida está hecha de pequeñas cosas, casi todo.
Recuerdos de felicidad. ¿Qué tal revivirlos?
Redacción del Momento Espírita.
El 26.3.2020.