Ella ya había cumplido más de ocho décadas de existencia. Aunque nacida en Brasil, tenía un acento muy característico de su origen italiano.
Fue durante una de nuestras visitas que ella nos contó sobre su infancia y la tristeza que llevaba en su alma desde aquellos días.
Ella nació y se crió en el entorno rural. De pequeña, alimentaba sueños. En la pobreza en que vivía soñaba que algún día podría ganar un juguete. Y lo que más deseaba era una muñeca.
Pero las Navidades se sucedían, los cumpleaños también, sin que nada viniera a ella. Sin embargo, ella continuaba esperando.
Finalmente, en su sexto cumpleaños, recibió un paquete. Y ella pensó que sería la muñeca tan esperada. La envoltura era simple, pero lo que importaba era lo que había dentro.
Ella lo desenvolvió, casi rasgando el papel y las lágrimas brotaron abundantes. Lo que estaba recibiendo era una azada. Una azada para que ella trabajara la tierra.
Fue un shock brutal. Y porque lloraba mucho, la regañaron. Después de todo, dijeron los padres, ese instrumento no era barato y ella lo necesitaba para ayudarles.
Para su deleite, fue matriculada en la escuela. Cuatro kilómetros de distancia. Cuatro para ir, cuatro para volver.
Pero a ella no le importaba. Hacía el camino feliz de la vida. Conocer las letras, aprender a unirlas, descubrir el secreto de las palabras. Una alegría sin fin.
Estudiante aplicada, las suyas siempre eran buenas notas, con esmero en las tareas, escritas a la luz de una pequeña lámpara.
Y si pasaba la tarde trabajando en el campo, azada en las manos, las mañanas eran gloriosas.
Era como entrar en un cuento de hadas con letras, historias, relieves, dibujos.
Fueron tres años de felicidad. Las dificultades de los días calurosos, las pequeñas manos con callos por la azada, tuvieron la recompensa en el manejo del lápiz.
Y ella ya se imaginaba asistiendo a otra escuela más grande, en la ciudad. Y, quien sabe, habría algún lugar donde podría quedarse todo el día estudiando.
Sin embargo, a principios del cuarto año, la escuela pidió a los padres que compraran algunos materiales: un cuaderno, un lápiz.
Ella repitió varias veces: Solo era un cuaderno y un lápiz. Pero mi padre se negó a gastar cantidad alguna.
¿Para qué? – dijo él. La mujer no lo necesita. Ya era demasiado quedarse estudiando tantos años.
Y eso marcó su retiro de la escuela.
Nunca logró regresar. Con el tiempo, las dificultades se hicieron más y más grandes.
Ella continuó leyendo todo lo que llegaba a sus manos: periódicos, publicidad impresa, anuncios, folletos de medicamentos.
Y escribía y escribía. Una hermosa y casi dibujada letra de alguien que realmente ama lo que hace.
Los años pasaron. Ella se casó, tuvo hijos, se mudó a la ciudad donde se le facilitó el acceso a los libros.
Libros que devoraba, alimentando el alma.
Pero su gran tristeza nunca la abandonó. Permaneció en su alma, marcada con hierro.
* * *
Si disfrutamos de las bendiciones de la escuela, ¡demos gracias a Dios!
Si disfrutamos de la alegría de aprender a leer, escribir, contar, seamos agradecidos con la vida.
Sobre todo, agradezcamos a los padres que nos permitieron acceder a los bancos escolares, iluminando nuestras mentes y alimentando nuestra inteligencia.
Y finalmente, usemos muy bien todas estas bendiciones, escribiendo solo las cosas buenas, difundiendo lo útil y leyendo lo que puede traernos progreso.
Redacción del Momento Espírita.
El 18.2.2020.