Se
está haciendo frecuente la discusión con respecto al problema de la depresión
en la infancia.
Es
asustador el número de niños que entran en ese estado de alma, preocupante.
Pero,
aunque se intente descubrir las causas generadoras de ese mal y se levanten
varias cuestiones sobre el asunto, el problema continúa.
Para un
observador atento, quizás no sea difícil detectar las posibles raíces del
problema.
Es que,
envueltos en la agitación de la sociedad actual, los padres y los demás
parientes se han olvidado de dar la atención debida a los pequeñitos.
En
general, ellos son relegados a un segundo plano en el orden de las prioridades.
En
primer lugar, viene la ocupación con los recursos financieros que garanticen el
sustento físico de la familia. Y esa preocupación absorbe a tal punto a los
padres, que muchas veces los pequeños son atropellados en vez de conducidos con
amor y cariño.
Es común
que veamos a los chiquillos en el asiento trasero del automóvil o en la
ventanilla del autobús escolar, con sus caritas melancólicas mirando hacia el
vacío, como si estuvieran absorbidos por profundos cuestionamientos.
Se pudiésemos
oír sus devaneos, quizás escuchásemos sus angustias íntimas:
¿Por qué
tengo que salir de mi placentero hogar para estar con personas que no conozco?
¿Por qué
preciso dejar mis juguetes e ir a jugar con esos otros niños que quieren tomar
los míos y no me dejan jugar con los suyos?
¿La
maestra no va a rezongarme? ¿Y si algún chico mayor me pega? ¿Y si entra un
asaltante en la escuela y me roba?
¿Y que
tal si cuando vuelvo para casa, toda mi familia ha desaparecido o se ha
marchado? O entonces, ¿será que mi madre va a acordarse de buscarme al final
de la clase?
Para el
adulto, que vive una realidad distinta a la del niño, todo eso parece pueril,
pero para él es motivo de inquietud y angustia.
Hoy en día,
movidos por el deseo sincero de prevenir a los niños contra los males de las
drogas y de la violencia, quizás hayamos volcado una carga demasiado grande de
pavor sobre esas almas aún frágiles.
En el
hogar, muchas de ellos conviven diariamente con la brutalidad y la violencia de
los juegos electrónicos, sin estar maduros para separar lo que es ficción de
la realidad.
Y, un día,
ellos salen del hogar y parten para un mundo diferente del suyo, llenos de miedo
e inseguridad.
Además,
conllevan, en lo profundo de su alma, traumas y conflictos de otras existencias,
pues no podemos olvidar que nuestros niños son espíritus reencarnados.
Considerando
todo esto, si realmente deseamos ayudar a nuestros hijos, busquemos entenderlos
mejor. Tratemos de penetrar en su mundo y brindarles el amparo y la protección
que tanto necesitan.
Socorramos
nuestros pequeños que suplican, muchas veces a través de la rebeldía, por
nuestra atención y cariño, para que puedan caminar con seguridad en ese mundo
turbulento y asustador para muchos de ellos.
¡Piense
en ello!
No
espere que su hijo muestre síntomas de depresión, obsérvelo y ampárelo
siempre.
Repiense
las actividades que se le imponen y verifique si no están sobrecargando,
encorvando sus estructuras psicológicas aún frágiles.
Muchas
veces, con la intención de preparar a nuestros hijos para el mundo competitivo
de la actualidad, olvidamos de considerar aspectos importantes de su psiquis,
principalmente sus tendencias y
aptitudes.
Es
importante que nos cuestionemos sobre lo que es más importante: instruir muy
bien al hombre, o formar el hombre de bien.
¡Pensemos
en eso!