Todo empezó cuando aquel amante de los árboles contrató a un experto en poda de naranjos.
El árbol era como un miembro de la familia. Había visto a los hijos de Laertes crecer y los nietos llegar.
Unos y otros subieron más de una vez a sus ramas para coger los frutos, siempre abundantes.
Era también el hogar de algunos pájaros que, al caer la tarde, hacían un gran alboroto, disputando los sitios más acogedores entre sus ramas.
El profesional, aconsejado y recomendado, se mostró como alguien absolutamente ajeno a la delicada tarea. Cortó una rama tras otra y dejó al pobre árbol desnudo.
Laertes consiguió salvar una rama, una única rama, ordenando parar con todo cuando se dio cuenta del desastre ecológico.
Y esta única rama superviviente de la furia destructora de quien se decía un buen podador, se quedó allí, solitaria, como una aguja apuntando al cielo.
Los meses pasaron y, llegada la época propicia, el vegetal cumplió su función. Primero surgieron las flores, después los frutos.
Fueron tantos, que la rama fue doblándose con el peso, hasta apoyarse en la planta de café, al lado.
El cafeto, a su vez, también se llenó de flores blancas, como si hubiese sido alcanzado por una nevisca.
Cuando llegaron los frutos, suportó ambas cargas: la de sus frutos y la de los frutos del naranjo.
Entonces, llegó la época del frío. Desde el sur, una masa polar alcanzó la ciudad. La temperatura bajó a cero grados.
Con los vientos soplando, la sensación era de tres grados bajo cero. El que pudo, protegió las flores más delicadas para que no fueran quemadas, destruidas por la ola de frío.
La noche se hizo gélida, alcanzando temperaturas mínimas durante la madrugada.
Cuando la mañana llegó, una fina capa de hielo cubría los tejados, los campos, los jardines.
El sol se presentó poco después. Llegó lindo, brillante, calentando todo con el toque mágico de sus rayos dorados.
Mirando aquellos minúsculos cristales de hielo que cubrían todo el césped, Laertes pensó en la planta de café, tan sensible a las bajas temperaturas.
Cuál no fue su sorpresa, cuando verificó que estaba ileso, en pie. La helada ni siquiera lo había alcanzado.
Todo porque la rama del naranjo, cuyo peso él había soportado valerosamente, había hecho de toldo protector, impidiendo que el hielo se depositara en las hojas y los frutos.
Allí estaba él, sano y salvo, recibiendo la gratitud de la rama generosa.
* * *
Hemos oído muchas veces la referencia de que el bien es bueno para el que lo practica.
Casi siempre, no lo tomamos en consideración porque nos parece irreal. A fin de cuentas, todos se esmeran en atender al prójimo y no siempre son gratificados con buenos sentimientos por aquellos mismos a quienes se dedican.
Esto porque la preciosa perla de la gratitud todavía no se alberga en el corazón de ciertos hombres.
Sin embargo, la verdad es incontestable. Tarde o temprano, el bien alcanza a aquel que siembra beneficios por donde pasa.
Se trata de una ley de la vida, que establece que se recoge lo que se planta.
Por eso y por la satisfacción de hacer el bien, imitemos a los árboles amigos, auxiliándonos mutuamente, no olvidando jamás de esparcir el delicado perfume de la gratitud por donde transitemos.
Redacción del Momento Espírita, con base en
hecho narrado por Laércio Furlan.
Le 25.9.2018.