Días perfectos son aquellos en los que la meteorología afirma que “va a llover” y realmente llueve: no aquellos otros en los que se anda con el impermeable y el paraguas para acá y para allá, hasta que se pierde uno de los dos, o los dos a la vez.
Días perfectos son aquellos en los que todos los relojes amanecen dando la hora exacta: el de pulsera, el de la cocina, el de la iglesia, exceptuando únicamente los de las relojerías, pues la gracia de estos es que todos marcan horas diferentes.
Días perfectos son aquellos en los que los neumáticos no amanecen desinflados; las calles despiertan con, por lo menos, dos o tres baches arreglados; los autobuses no se echan encima de nosotros, bocinando y en sentido contrario; y los semáforos no están estropeados…
Días perfectos son aquellos en los que nadie pisa nuestros zapatos, ni choca su cesta en nuestras medias o, si lo hace, pide mil disculpas, hábito que se está perdiendo con una inmensa velocidad.
Días perfectos, aquellos en los que volvemos a casa y la encontramos intacta, en el mismo sitio.
E intactos están nuestros tristes huesos, y podemos dormir en paz, tranquilos y felices, como si apenas volviéramos de un pequeño paseo por los anillos de Saturno.
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La crónica de Cecília Meirelles habla de este deseo nuestro de que todo esté siempre en su debido lugar.
Somos seres de expectativas. Esperamos de la vida, de los demás, de las cosas, de todo. Y cada vez que algo no corresponde a uno de estos nuestros aguardamientos, nos enfadamos, como niños mimados.
Frustración, decepción, desilusión. Cuánto demostramos estos sentimientos...
Deseamos tener todo bajo control, bajo nuestro control.
Sin embargo, imaginemos a cada ser en el planeta queriendo lo mismo: ¿saldría bien esta ecuación?
De igual forma, lo que es perfecto para nosotros, puede no serlo para el otro. ¿Cómo resolveríamos este impasse? ¿Quién tendría prioridad en un Universo justo?
No creemos demasiadas expectativas. Dejemos que la vida nos sorprenda. Esperemos todo y no esperemos nada.
Las personas no piensan como nosotros y el Universo no está a nuestra merced, para simplemente satisfacer nuestros caprichos aquí y allá.
La belleza de la vida está, muchas veces, exactamente en eso que podemos llamar de imperfecciones. La poetisa la vio en los relojes marcando diferentes horas en la relojería.
Alguien más práctico podría preguntar: pero ¿de qué sirven estos relojes si no marcan la hora exacta?
El poeta respondería: ¿Qué tal perderse en la hora, en el tiempo, de vez en cuando, sin saber cuál reloj está bien, o cuál está mal? Finalmente, ¿qué es el tiempo?
La belleza de la vida está en ver perfección en los días, aunque no hayan sido lo que esperábamos de ellos. Está en terminar cada jornada, entre el amanecer y el atardecer, un poco más maduros, más conscientes, más perfectos, pues es nuestra propia perfección lo que debemos buscar.
Veremos que, conforme vamos perfeccionándonos, los días también lo serán, independientemente de cómo se presenten. Simplemente cambiaremos la lente con la que los vemos.
Días perfectos: nosotros los haremos.
Redacción del Momento Espírita, con base en partes de la crónica
Dias perfeitos, de Cecília Meirelles, del libro Crônicas para jovens,
ed. Global.
En 3.7.2018.