El
padre entró despacito en la habitación del hijo que dormía tranquilamente y
habló como quien tenía mucho a considerar:
-
Escucha hijo mío: digo esto, mientras tú duermes con la mano bajo el rostro y
los cabellos pegados en tu frente húmeda.
-
Hace unos pocos minutos, leyendo mi periódico, un intenso remordimiento se
apoderó de mí. Inquieto, me acerqué a tu
cama.
-
Pensaba esto, hijo mío: fui antipático contigo; te reprendí cuando te vestías
para ir al colegio y porque no te
lavaste la cara con cuidado.
-
Te hable ásperamente al ver tus zapatos sucios. Grité, enojado, cuando dejaste
tus cosas
en el suelo.
-
En el desayuno, también encontré pretextos para refunfuñar. “Tú derramas
la leche en el mantel; devoras en vez de comer; pones los codos sobre la mesa;
pones mucha manteca en el pan”
-
Y, cuando salimos, tú para jugar y yo para tomar el ómnibus, te volviste, me
diste adiós con la mano y gritaste: “¡hasta luego papito!”
Me puse serio y, como respuesta, te dije: ¡endereza esos hombros!”
-
Por la tarde, todo empezó otra
vez. Venía andando por la calle y te vi arrodillado
en el suelo jugando; tus calcetines rotos: te humillé ante tus compañeros,
mandándote que marchases delante mío para dentro de casa. “Los calcetines
son caros y si tú tuvieras que comprarlos tendrías más cuidado.”
-
¡Imagínate, hijo, oír eso de un padre!
-
¿Recuerdas cuando, más tarde, estaba yo leyendo en la sala y tú entraste tímidamente,
con un rasgo de aflicción en la mirada? Levanté el periódico, impaciente por
la interrupción, y tú titubeaste en la puerta. “¿Qué quieres?”. Gruñí.
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Tú no dijiste nada, corriste por la sala y, de un salto, te abalanzaste sobre mí,
me abrazaste, me besaste y tus bracitos me apretaron con el amor que Dios hizo
florecer en tu corazón y que ni siquiera mi frialdad conseguía reprimir.
-
Bien, hijo, fue poco tiempo después
de esto que el periódico resbaló de las manos y mi espíritu se vio sacudido
por una preocupación terrible: “¿qué será de mí, si me esclavizo a este hábito
de vivir insultando, estar siempre reprendiendo?”
-
¿Es la única recompensa que te doy por ser un niño sano? No es verdad que no
te ame; es que quería exigir demasiado. Medía tu juventud por la magnitud de
mi edad.
-
¡Y hay tantas cosas buenas, excelentes y verdaderas en tu carácter!
-
Tu pequeño corazón es tan amplio como la propia aurora que baja sobre los
montes.
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La prueba estaba en aquel impulso espontáneo de venir corriendo para besarme y
darme las buenas noches. Nada más vale esta noche, mi hijito.
-
Me acerqué a tu cama, en la penumbra, y me arrodillé, avergonzado, tal como
una pequeña penitencia. Sé que tú no entenderías estas cosas si te las
dijera mientras estás despierto, pero
mañana seré un papito de verdad.
-
Seré más que un amigo; sufriré cuando tú sufras; me reiré cuando tú sonrías;
y me morderé la lengua cuando, de
ella, broten palabras impacientes.
-
Diré repetidas veces, como una oración: “él es apenas un niño, un
chiquillo.”
-
Sospecho y temo que te haya tomado por un hombre. Entretanto, mi hijo, contemplándote
ahora, encogido y cansado sobre la cama, me convenzo de que tú eres apenas un
chiquitín.
-
Se puede decir que aún ayer tú dormías en los brazos de tu madre con la
cabeza apoyada en su hombro.
-
¡Pedí demasiado, pedí demasiado!
¡Piense
en ello!
Ese
padre tuvo la oportunidad de pedirle perdón a su hijo por haber sido tan rudo,
pero, infelizmente, hay muchos padres que sólo se dan cuenta después que los
hijos crecen o parten para el mundo espiritual.
¡Pensemos
en eso!
(Selecciones
del Ride’s Digest, 08/45 – Padre Olvidadizo)