¡Se me cayó un diente! ¡Se me cayó un diente!
Fue así durante todo el trayecto. La niña, sentada detrás de nosotros en el autobús urbano, iba cantando por el camino.
Repetía la frase y cada vez en una escala por encima o por debajo de la anterior.
Imaginamos que ella había perdido un diente de leche y eso le constituía algo inusitado. Tal vez los padres le habían prometido algo, como a veces ocurre. Tal vez la familia había conmemorado el hecho, para certificar que ella estaba madurando, en el natural proceso de sustitución de la primera dentición.
Fuera cual fuera el motivo, imaginamos cómo para el niño todo es extremadamente importante. Parece que cuando nos volvemos adultos, vamos perdiendo esta capacidad de dar importancia a las pequeñas cosas.
Como adultos, reclamamos cuando la lluvia cae y necesitamos salir al trabajo, a los quehaceres cotidianos.
El niño sale con nosotros y va buscando todos los charcos posibles para golpear con los pies, adorando ver el agua salpicar. No le importa si las salpicaduras le mojarán la ropa, ensuciarán el dobladillo del pantalón. Lo que importa es divertirse, hasta el punto de cantar, anunciando: Voy a saltar en éste de aquí. Y en éste aquí también.
Los adultos salimos a la calle y nuestros pensamientos nos preceden. Vamos pensando en lo que necesitamos hacer, en lo que tenemos que decir, en lo que necesitamos providenciar.
El niño de camino a la escuela va mirándolo todo, cada detalle y lo que más se oye es: ¡Mira, mamá! ¡Papá, mira allí!
Cuánto perdemos olvidándonos de observar detalles de nuestro entorno. No vemos la flor que se abrió, el colibrí que baila entre los canteros floridos, el andar displicente del tordo en las alamedas...
Ni siquiera percibimos que la calle se volvió más alegre porque el vecino puso un color nuevo a su casa. Y otro, más arriba, podó artísticamente los arbustos.
Estamos preocupados por las cuentas por pagar, con el saldo bancario, con las compras por hacer, con los proveedores que no atienden nuestras demandas.
El niño quiere saber cuántas piedritas encontrará por el camino para patear, si conseguirá patear más lejos cada una de ellas...
Vidas despreocupadas. Vidas de la infancia. Período de reposo para el Espíritu, enseñan los iluminados de la Espiritualidad.
Verdad: los adultos tenemos muchos compromisos, muchos deberes.
Pero, de vez en cuando, sería saludable que recordásemos que fuimos niños un día y recordásemos tantas pequeñas grandes cosas que hacían nuestra felicidad.
Y repasar algunas de ellas, enriqueciéndonos con el oro de un día de sol, los rayos plateados de la luna, el brillo exuberante de las estrellas.
Recordarnos que podemos encantarnos con una clara noche de luna, una noche calurosa de verano, los minúsculos granos de arena de la playa.
Detenernos para escuchar el rugido del mar, el estruendo del trueno y el dulce piar de las avecitas en el árbol frente a nuestra casa.
Pequeñas cosas. Grandes cosas. Cosas que hacen la gran diferencia entre un día insípido, sin ninguna gracia y un día lleno de color, sonido y alegría.
Un día de monotonía. O un día de trabajo placentero, de contactos amistosos, de intenso vivir.
Permitámonos revivir, a veces, las alegrías de la infancia relajada y despreocupada.
Por supuesto, queremos repetir y repetir.
Y nos sentiremos rejuvenecidos, infinitamente agradecidos a Dios por nuestra vida.
Redacción del Momento Espírita.
En 9.3.2018.