En un cuaderno antiguo un niño escribió: Madre, ¡cuánto te quiero!
¡Y cuánto te añoro! Parece que me veo, pequeño, ensayando los pasos. Un pie aquí, otro allí. Me tambaleaba y me caía.
Me bastaba hacer pucheros y sentía tus brazos irguiéndome, abrazándome y diciendo: “No pasa nada. Sigue andando”.
Recuerdo los juegos que hacíamos juntos. Yo corría y tú fingías que corrías para alcanzarme. De repente, me cogías en tus brazos y me suspendías.
Me sentía como alguien que estuviera en la cima del mundo, más alto que los demás.Mirándolo todo desde arriba.
Pero el juego que más me gustaba era el del escondite. Me escondía detrás de la cortina y tú tardabas en encontrarme, andando de un lado a otro, preguntándote: “¡¿Dónde estará este niño?!”
Y yo me quedaba allí, encontrándolo graciosísimo. Ni me daba cuenta de que mis pies denunciaban de lejos mi escondite.
Cuando eras tú quien se escondía, te buscaba en los mismos escondrijos que yo conocía.
A veces, tardaba un poco en encontrarte. Me quedaba triste. Pensaba: “Mi madre se fue”.
En ese momento aparecías. Salías sonriendo de detrás de la puerta entreabierta o del sofá de la sala. Y todo quedaba bien.
Yo era un niño feliz. Muy feliz.
Hasta el día en que inventaste un juego diferente. Te quedaste quieta, muda, no hablabas.
Mucha gente vino a casa. Te movieron, te hablaron. Pero seguiste firme. No te moviste ni hablaste.
Pensé: “Creo que mi madre está jugando a las estatuas. ¡Y qué verídica parece su imitación!”
Luego vinieron otras personas y te colocaron en un coche feo, negro, que ellos intentaron arreglar con flores. Continuó feo.
Alguien me dijo: “No te quedes triste. Tu madre fue a esconderse.”
Entonces te busqué y te busqué. Intenté descubrir dónde te había llevado el coche. Anduve mucho, mirando detrás de cada árbol, de cada arbusto.
Nada. Me senté a la orilla del camino. Y lloré. Tú nunca más apareciste.
Me quedé con mucha rabia de aquel juego de estatua y el de escondite.
Aún espero que vuelvas, madre mía, para que yo pueda sonreír otra vez.
¿Dónde estás, mamá?
* * *
¡Cuánto dolor en el escrito de un niño al que no le ha sido explicado el fenómeno de la muerte!
La muerte, sin duda dolorosa, por consistir en el desaparecimiento físico de la persona amada, debería ser tema enseñado desde la más tierna edad.
Eso, porque no hay nada más seguro en la vida. Quien nace, tarde o temprano muere.
A veces, con la intención de no querer traumatizar a los pequeños, los engañamos diciéndoles que la persona ha viajado, que ha salido a dar un paseo.
Eso les deja en la ansiedad de la espera. Una espera interminable.
Lo mejor sería enseñarles respecto de la vida que nunca muere. Decirles que cuando alguien querido muere, continúa con nosotros, en nuestro corazón.
Que podrán hablar con él, encaminarle sus oraciones, decirle lo que sienten y cómo lo sienten.
Seguramente, todo sería más dulce y, a lo largo de los años, la muerte perdería su doloroso velo negro de misterio.
Pensemos en eso.
Redacción del Momento Espírita, inspirado en el artículo
Brinquedo de escondê, de Lulu Benencase, del Boletín
Informativo FAEP, n° 1388.
En 16.11.2017.