Las noticias nos llegan a borbotones, por la TV, periódico, radio, internet. En Nepal, un terremoto de grandes dimensiones dejó más de siete mil muertos.
La capital, Katmandu, se tornó casi un escenario de guerra, cuando miles de personas, con miedo de la falta de alimentos y sin sus casas, esperaban el autobús para retirarse del lugar.
Rebelión, miedo, desesperación, se unieron y llevaron al pueblo a una confrontación con la policía, enviada al lugar para intentar controlar la situación.
En Chile, después de una inactividad de casi medio siglo, el volcán Calbuco entró en erupción, ocasionando deshielos que generaron el aislamiento inmediato de ciudades vecinas a las cuencas hidrográficas.
Una nube de cenizas se esparció por la región central del país y parte de Argentina, provocando la cancelación de muchos vuelos. La columna de material piroclástico alcanzó diecisiete quilómetros de altura.
En el oeste de la provincia de Santa Catarina (Brasil), un tornado dejó un saldo de dos muertos, ciento veinte heridos y más de mil personas sin techo. Suman casi tres mil las casas damnificadas. Daños de tal magnitud, que se estima aproximadamente un año para la reconstrucción de la ciudad.
En la capital de otra provincia, después de una tempestad con mucha lluvia, empezaron los desprendimientos de tierra, que causaron la muerte de trece personas. A la pérdida de vidas se suman las pérdidas materiales.
Todo eso nos es informado en detalle. Las imágenes televisivas muestran la destrucción: la lava bajando por la cuesta de la montaña, la nube de humo, la lluvia torrencial, los vientos que llegaron a trescientos treinta quilómetros por hora.
Un patrimonio construido en décadas, reducido a polvo en cuestión de pocos segundos.
Y nos preguntamos ¿por qué? ¿Por qué tantas calamidades? Y, tal vez, porque las noticias nos llegan en tiempo real, las catástrofes parecen estar ocurriendo juntas, esparciendo dolor por todo el mundo.
Jesús, en su Sermón profético, nos alertó respecto a ese dolor que nos llegaría, anunciando el fin de los tiempos.
Fin de los tiempos de una Tierra aún dominada por el mal, surgiendo otra, que camina hacia la paz, el bien y el amor.
Por ello, exactamente como una casa en reformas, donde el caos parece instalarse, todo eso ocurre.
Es el derrumbe de un mundo viejo, para la renovación.
Renovación de los seres que habitan la Tierra, porque unos van y otros vuelven a través de la reencarnación, sustituyendo a aquellos.
Renovación de los paisajes físicos, alterando la geografía, modificando el mundo material, como ya ocurrió en el planeta en otras épocas.
Ante todo esto, es para que meditemos: ¿Qué estamos haciendo mientras eso sucede a nuestro alrededor, a veces, hasta alcanzándonos?
Es tiempo de pensar que somos perecederos como seres humanos. Que todo nuestro patrimonio solo durará mientras se mantengan estables determinadas condiciones de terreno y clima.
Hoy nos despertamos y estamos viviendo en la Tierra. Mañana, el panorama podría ser otro. Podremos estar en el plano espiritual, arrebatados por la muerte física.
Podremos estar en otro lugar, nuestros bienes podrán haber sido disipados como tempestad de arena, que viene, agrede y pasa.
Pensemos en esto. Y dediquémonos más a nosotros mismos. Cultivemos la inteligencia, el bien, la moral y la ética.
Somos demasiado frágiles en este planeta, para hacer ostentación manteniéndonos en la soberbia, el orgullo y el egoísmo.
Pensemos en eso.
Redacción del Momento Espírita.
En 17.7.2017.