Permanecieron casados durante sesenta y dos años. Un matrimonio complicado.
Él era alcohólico. Le gustaba cantar y siempre tenía una broma en la punta de la lengua que divertía a los amigos y conocidos.
Era una persona maravillosa con todos, a excepción de su esposa. La golpeaba, hasta que la hija de ocho años empezó a imponerse e impedir las agresiones.
Un día, él vendió la casa donde vivían. Desapareció por un tiempo y cuando regresó, sin un centavo, avisó que la casa debería ser desocupada en veinticuatro horas, porque el nuevo propietario vendría a tomar posesión.
La esposa pasó frío, ya que casi no tenía ropa de abrigo. Pasó hambre porque dejaba de comer para que los hijos se alimentasen.
Sufrió traiciones porque él, hombre guapo, se permitía aventuras. La amenazaba de muerte y dormía con un puñal debajo de la almohada.
Con tanto sufrimiento fue natural que, con el transcurrir de los años, el tiempo la envolviese con algunos problemas, como el insomnio y la depresión.
Los que la conocían la amaban porque ella reía, jugaba, sembrando a su alrededor la alegría, de la que ella misma no podía disfrutar.
Portadora de una gran fe, esparcía el bien a las personas, fuesen niños o adultos.
Ante los enfermos, ella pasaba su mano suavemente por la cabeza, por las manos, mientras oraba con fervor.
Luego, ellos afirmaban que se sentían bien.
Una vez, yendo a una consulta y narrando su drama conyugal, la médica le preguntó:
¿Cuál es su sentimiento hacia su marido? ¿Lo ama?
La hija, que la acompañaba, estaba segura de que ella iba a responder negativamente. La respuesta que vino, después de pensar unos segundos, fue sorprendente:
Como hombre, no lo amo. ¡Como hijo necesitado, sí!
La hija llegó a las lágrimas al reconocer, una vez más, la grandeza de aquella mujer.
Un día, aquel hombre que había disfrutado de tantos placeres, tuvo un derrame cerebral y fue hospitalizado. Los hijos se turnaron junto a su cabecera para atenderlo.
Pero la señora también fue al hospital. Él estaba intubado, incomunicado. Solo los aparatos emitiendo pitidos de forma regular, certificaban su estabilidad orgánica.
Ella se acercó y tomó su mano entre las suyas. Y comenzó a hablar.
Los aparatos de inmediato registraron un cambio en la frecuencia cardíaca, que se elevó a más de un centenar por minuto, la respiración se aceleró.
Todo eso indicaba la conciencia que él tenía de su presencia allí. Ella le habló de sus limitaciones como esposa, de sus dificultades.
Y le pidió perdón por todo y de todo. Después le dijo que él podría partir en paz porque ella lo perdonaba.
Es interesante que ella no enumeró ninguno de los defectos de él. Al contrario, solo habló de sus propias dificultades.
Por supuesto que no ensalzó virtudes que él no tenía, pero no lo acusó de nada.
Después, lo invitó a orar con ella. Cuando concluyó sus largas oraciones, ella le dio un beso en la frente y le deseó que quedase con Dios.
Ella salió. Pocas horas después, él partió.
* * *
Personas así existen muchas en este inmenso mundo de Dios. Anónimas.
Dejan lecciones inolvidables a los hijos, a los familiares, a los amigos, a quienes disfrutan la ventura de su convivencia.
Personas así saben, con absoluta certeza, la exacta conjugación del verbo amar.
Redacción del Momento Espírita,
basado en hechos.
En 24.2.2016.