Momento Espírita
Curitiba, 22 de Dezembro de 2024
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En la gloriosa mañana de aquel domingo, mujeres piadosas que habían observado que el cuerpo de Jesús, retirado deprisa de la cruz antes que empezase el sábado judaico, no estaba debidamente preparado para el entierro, fueron al sepulcro.

Ellas desconocían que había sido establecida una guardia ostentosa, a petición de los sacerdotes del Templo y por orden de Pilatos. Ni siquiera imaginaban cómo podrían remover la gran piedra que cerraba la tumba.

Simplemente se dispusieron a la tarea y se pusieron en camino. En el trayecto, Juana de Cusa y Salomé, madre de los apóstoles Santiago y Juan,  se detuvieron en la ciudad para adquirir aromas y lienzos de lino para ofrecer al cuerpo del Maestro los homenajes dignos.

María Magdalena se adelantó. Antes de vender su villa y despedir a sus siervos, incluyendo los perfumistas que tenía a su servicio, había separado esencias preciosas llevándolas para su nueva vida.

Ahora las traía para la conveniente preparación del cuerpo del Maestro tan amado. Eran ungüentos y perfumes, conforme exigía la costumbre.

Al llegar al lugar del entierro, ella observa la piedra removida, la tumba vacía. Sale llorando, tratando de entender lo que podría haber ocurrido: ¿Alguien había removido el cuerpo? ¿Alguien lo había robado? ¿Para qué? ¿Y dónde había sido puesto?

Al ver a un hombre de espaldas, imaginando que era el jardinero que cuidaba de las rosas silvestres y del local, lo interroga: ¿Hacia dónde llevaron el cuerpo de mi Señor?

Él se vuelve. Todo luz, tangible y vivo. ¡Es Él! ¡Es Jesús!

Ella corre a Su encuentro con los brazos abiertos. Desea abrazarlo y ahogar en aquel seno bendito la tristeza de las últimas horas y la inmensa nostalgia que oprime su corazón.

Él la detiene: No me toques, aún no he subido a mi Padre.

Radiante de felicidad, ella vuelve a la ciudad para dar la noticia de la resurrección gloriosa.

¡Jesús vive! ¡Yo Lo he visto!

A excepción de María, madre de Jesús, presente en medio de los discípulos en el cenáculo, los demás permanecen incrédulos. Pedro y Juan se dirigen al sepulcro, con el fin de constatar la veracidad de la noticia.

Habrían de verlo y los discípulos hablarían con Él en el camino de Emaús, saliendo de Jerusalén.

Y en los días que siguieron, los Suyos recibieron Su visita, entre la sorpresa y la admiración. Él había regresado del país de la muerte, venciendo a la malvada tan temida.

Muerto, sepultado, resurgido. Y Su identificación, como lo había hecho en el pozo de Jacob a la mujer samaritana, se repetiría en muchas ocasiones:

Soy Yo.

Soy Yo, Jesús de Nazaret, el que fue alzado en el madero de la infamia.

Soy Yo, el Cristo, el que representa la respuesta del Padre a los hijos sufridos del planeta.

Soy Yo, aquel que transformó la cruz del martirio en un nexo de luz, uniendo el cielo de los beneficios espirituales a la Tierra sufrida de los hombres.

Soy Yo, como había expresado tantas veces en Su mesianismo: Soy Yo, el Camino que conduce al Padre. Soy Yo, la Verdad que libera y la Vida auténtica. La Luz del mundo.

Yo soy el rey de la vida, que venció a la muerte. Yo soy el Señor de los Espíritus. Oídme. Soy Yo.

Redacción del Momento Espírita.
En 22.2.2016.

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