La señora se despertó por la mañana y abrió la ventana. El sol entró sonriente, inundando el recinto. Ella se detuvo por algunos momentos, mirando el paisaje que se dibujaba a lo lejos, intercalado por los tejados de las casas, algunos edificios, árboles, nubes entrecortando la monotonía del azul del cielo.
Y todo le vino a la mente rápidamente, como en un caleidoscopio de imágenes sucesivas y secuenciales: la casa de madera, el jardín donde los claveles disputaban la belleza y el perfume con las margaritas, las rosas y los jazmines, el huerto con tantos árboles.
Árboles que estaban acostumbrados a tener a los niños colgando de sus ramas, saboreando las frutas de la temporada: naranjas, caquis, ciruelas amarillas, uvas, duraznos, manzanas, granadas.
Infancia lejana, pensó ella. Y, al mismo tiempo, parecía tan cercana. Qué rápido habían transcurrido los años y cuántos cambios habían ocurrido en su vida...
En seguida, un suspiro de añoranza le invadió el alma y ella recordó a los hermanos queridos que habían partido, uno a uno, en un lapso relativamente corto. Y pensó cómo podría haber disfrutado aún más de su presencia.
Sí, habían sido años de convivencia amorosa; recordaba, sin embargo, cuántas veces podría haber extendido la permanencia al lado de uno, del otro, unas horas más.
Pero, no lo había hecho: eran todos los tipos de compromisos solicitando su presencia aquí, allí.
Lamentaba ahora, mientras la nostalgia más estrechaba su abrazo y las lágrimas, traduciendo la emoción, estaban a punto de romper la represa de sus ojos, donde relucían.
¡Cuánta añoranza! Qué bueno sería tenerlos junto a su corazón, en ese día que debería ser solo de alegrías. Era el día de su cumpleaños. Y eran varias décadas a añadirse, más de medio siglo transcurrido.
El pensamiento voló a otras cuestiones y recordó a los amigos que habían seguido hacia la Espiritualidad, colegas con los cuales había compartido los bancos de la escuela, otros con quienes se había codeado en las tareas y acciones en la empresa en que había trabajado tantos años...
Pensó cuándo ella misma habría de irse. ¿Estaría preparada? Ella había visto tantos amores que habían dicho adiós, que habían sellado los labios de la carne para siempre y habían cruzado los umbrales de la muerte, triunfantes.
Entonces, elevó su alma en oración, dando gracias por la vida que disfrutaba, por el día que recién empezaba y que, por supuesto, sería coronado de flores, saludos, abrazos.
Y rogó al Señor de la vida que le permitiese unos años más en la faz bendecida de la Tierra, que esos años fuesen plenos de trabajo, de producción en el bien, de progreso, de ascensión.
Dirigiendo el pensamiento a los amados, sintiéndolos revolotear a su alrededor, igualmente nostálgicos, se dio cuenta que ellos estaban allí para saludarla por haber vencido trescientos sesenta y cinco días más en la carne.
Sí, era una gran victoria. Cada año plenamente vivido, aprovechado, es una victoria. Y por eso, ella llenó sus pulmones de aire, sonrió feliz y empezó el recuento de las horas para el nuevo día.
Redacción del Momento Espírita.
En 31.1.2016.