En una entrevista, una joven dijo que cuando tenía unos siete años de edad fue con su madre al mercadito cerca de su casa. Mientras la madre hacía las compras ella, aún niña, escondió un dulce de leche en el bolsillo.
A la salida, sintiéndose la chica más astuta del mundo, mostró el dulce a su madre y dijo: Mira, me lo llevé sin pagar.
Lo que ella recibió de retorno fue una mirada severa. En seguida, la madre la tomó de la mano, volvió al mercado, la hizo devolver lo que había llevado y pedir disculpas.
La niña lloró mucho. Sintió que se moría de vergüenza. Por eso, terminó concluyendo: Eso me enseñó el valor de la honestidad.
* * *
Es posible que muchos de nosotros hayamos tenido una experiencia semejante. Por eso, indagamos: ¿Cuándo fue que borramos el mensaje materno? ¿Qué nos hizo olvidar la enseñanza de la infancia?
La infancia es el período en que el Espíritu, reencarnado en un nuevo ropaje corpóreo, se presenta maleable a la reconstrucción de su yo.
Es el período en el que las palabras de los padres tienen peso porque, después de todo, ellos lo saben todo.
Mirarse en el ejemplo de los padres es común puesto que, en el proceso de la educación, los ejemplos hablan mucho más alto que las palabras.
¿Por qué, entonces, dejamos atrás las lecciones nobles? Además, ¿cuántos de nosotros hemos tenido profesores que han ido mucho más allá del deber y que han insistido para que seamos responsables, correctos?
Personas que se han dedicado, enseñando con el propio ejemplo las lecciones de la gentileza en el trato, la dignidad, el valor de la palabra empeñada.
Si todos hemos venido de un hogar, ¿qué nos ha hecho despreciar el honor, la honestidad y por qué muchos de nosotros nos hemos transformado en políticos corruptos, en malos profesionales, en seres que solo piensan en sí mismos?
Es hora de evocar recuerdos, de volver a los años del hogar paterno y permitirnos la repetición de las lecciones.
No tomes nada que no te pertenezca.
Si encuentras un objeto, busca a su dueño porque debe estar sintiendo falta de él.
Respeta a tu semejante, su espacio, su propiedad.
Los bienes públicos son del pueblo y todos deben beneficiarse con ellos. A nadie cabe tomar para sí mismo lo que debe ser del bien general.
Digno es el trabajador de su salario.
Respeta a la empleada del hogar, al cartero, al basurero. Son valiosos contribuyentes de nuestras vidas.
Recuerda agradecer con palabras y mimos delicados extemporáneos el trabajo diligente de esas manos.
Saluda a las personas. Sonríe. Cede tu lugar en el bus al anciano, al portador de necesidades especiales, a la embarazada, a quienes llevan niños en los brazos.
Cede el paso en el tráfico, espera un segundo más para que el peatón concluya la travesía, antes de arrancar en velocidad, solo porque el semáforo se puso verde.
* * *
Las leyes son creadas para que, obedeciéndolas, vivamos mejor en sociedad.
Pero la gentileza no está reglamentada.
La honestidad es virtud de quien se respeta a sí mismo, al otro, al mundo.
Pensemos en eso. Hagamos un retorno a la infancia, a los días de los bancos de la escuela, recordemos a nuestros padres, a los profesores, sus exhortaciones.
Y rehagamos el paso. El mundo del mañana aguarda nuestra acción correcta, ahora, aun hoy.
Redacción del Momento Espírita con cita narrativa del
artículo Como nossos pais, de Jacqueline Li, Jessica
Martineli, Rafaela Carvalho y Rita Loiola, de la
revista Sorria, de octubre/noviembre/2012, ed. MOL.
En 25.1.2016.