¿Qué es más hermoso: la naturaleza o las construcciones humanas?
¿Qué nos causa más admiración: la increíble variedad de colores, de matices de la naturaleza o el ingenio humano que parece superarse todo el tiempo?
La naturaleza muere y vuelve, insuperable, inigualable.
Cuando la nieve lo cubre todo, dejando a la vista solo la inmensa alfombra blanca, se piensa que todo está muerto.
Sin embargo, basta que la primavera inicie su paseo habitual, para que el verde del césped y de los pastos cubra los caminos, las colinas, las montañas.
Y los brotes emergen, abundantes, en todas partes, anunciando el resurgimiento de una nueva y extraordinaria estación.
El hombre construye, muchas cosas se desmoronan, pero él lo rehace de forma aún más arrojada.
Muchas de sus construcciones cruzan los tiempos, señalando que, desde el principio de su estancia en nuestro planeta, su mente idealizó cosas grandiosas.
Uno mira la naturaleza y cuanto más se la observa, más crece nuestra admiración por ese escultor celestial, que trabaja con su cincel en las rocas vigorosas que apuntan al cielo, así como en aquellas formaciones que se esconden en el interior de las cavernas o en el seno de los mares.
Admiramos las formas curvilíneas de las piedras, nos extasiamos ante las alturas de las montañas que parecen tocar las nubes, nos embriagamos de sinfonías escuchando el canto de la fuente, el susurro de los pequeños filetes de los manantiales, el estruendo de las grandes cascadas.
Nos sentamos en la hierba húmeda por el rocío de la mañana y descubrimos en los pétalos de una minúscula flor un pequeño diamante que brilla a los primeros rayos del sol que se despereza lentamente.
Belleza, color, música. La naturaleza es pródiga en sus manifestaciones y observando algunas especies de la flora, parece que descubrimos a Dios pintando arabescos en los pétalos delicados o, como un peluquero, esmerándose en los racimos, moños, alisamientos.
Cuanto más miramos, más nos encantamos. Y si en la noche bordada de estrellas miramos hacia lo alto, reconocemos la gran colcha bordada de luz, que envuelve la Tierra en cálido manto.
Es como si Dios, cual un Padre amoroso, nos cubriese, de forma delicada, para que sintamos Su amor, mientras nos preparamos para cerrar los ojos físicos y a través del sueño, visitar los paisajes espirituales.
Y, si de esa forma nos encantamos con la prodigalidad Divina, ¿qué decir de las creaciones humanas que cada día superan lo que se pueda imaginar en ingeniosidad?
Cuando se ven puentes venciendo abismos, cuando se contemplan construcciones que parecen escalar los cielos, cuando se mira la audacia del hombre en el ansia de vencer a la enfermedad reverenciamos, una vez más, la grandiosidad Divina.
Como un Padre amoroso y bueno, ha dotado a Sus hijos de Su propia esencia. Por eso, el hombre no tiene límites para su imaginación, para su creatividad, para la manifestación grandiosa de sí mismo.
Hijo de artista extraordinario, no podría ser diferente. Y si Dios pone brillo en las estrellas, el hombre ilumina la Tierra con sus luces.
Y mientras Dios prosigue creando mundos y mundos en este universo en expansión en el que nos movemos, el hombre, incansable, sueña vencer las distancias y alcanzar las estrellas.
¿Qué será más hermoso que reconocer que Dios es amor infinito y ha dotado a Sus hijos de la propia esencia de Su creatividad?
Redacción del Momento Espírita.
En 8.6.2015.