De todo lo que nos rodea en la vida, una de las dádivas más preciosas que Dios nos proporciona es la presencia del niño.
Él tiene el don especial de dar sabor y gracia a todo. Se contenta con muy poco: un paseo, una puesta de sol, un paquete de palomitas.
Y tiene la pretensión de que el mundo entero le pertenece. Es suyo el árbol, la bola, el volante de bádminton. Es suyo el pájaro, el jardín. Son suyos el coche del papá y el lápiz labial de la mamá.
Un niño nace con un brillo angelical e incluso al crecer, siempre se queda con un halo de luz suficiente para cautivar nuestro corazón, aunque él se siente en el barro, llore a todo volumen, haga un berrinche o ande por la casa jactándose después de vestir las mejores ropas y zapatos de su madre o de su padre.
Él puede ser el más cariñoso del mundo y parecer el más ingenuo, hasta el punto de agotar nuestra capacidad de responder preguntas.
Cuando está jugando produce todo tipo de ruidos que nos ponen los nervios de punta.
Cuando lo reprenden, se queda en silencio, hace pucheros, carita de llanto. Pero continúa con ese brillo angelical en los ojos.
Él es la inocencia colocada en la Tierra, la belleza haciendo saltos mortales y también la más dulce expresión del amor maternal cuando acaricia y hace dormir a su muñeca o su animalito de peluche.
Cuando Dios lo crea, utiliza una parte de la materia prima de muchas de Sus criaturas. Utiliza los gorjeos del tordo y los saltos del saltamontes, la curiosidad y la suavidad del gato, la ligereza del antílope y la terquedad de una mulita.
Le gustan los zapatos nuevos, los helados, los juguetes, el jardín de infantes, los compañeros de juegos y perseguir las palomas y el gatito.
Le encantan los libros para colorear, las clases de baile, la pelota y el patinete.
Ama la playa, el sol, el mar, las vacaciones, la luz de la luna y las estrellas.
No le gusta que le peinen el cabello y es la criatura más ocupada a la hora de irse a la cama, porque siempre necesita terminar algo que ni siquiera ha comenzado.
Nadie nos da mayores aflicciones o alegrías, disgustos o satisfacciones o el más legítimo orgullo.
Él puede desordenar nuestros papeles de trabajo, nuestro cabello y la ropa. Es especialista en pedirnos tiempo para compartir sus juegos y tiene una imaginación fértil.
A veces puede parecer una calamidad, que casi nos lleva a la desesperación con tantos ruidos y travesuras.
Pero cuando sentimos que nuestras esperanzas y deseos están a punto de caer por tierra, cuando el mundo parece que se cierra para nosotros; cuando llegamos a pensar que el fracaso pronto nos alcanzará, él nos convierte en majestades, cuando se sienta en nuestras rodillas, pasa los bracitos por nuestro cuello y nos pide permiso para contarnos un secreto al oído y dice: ¡Te amo!
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Los niños son como espejos. En la presencia del amor, reflejan el amor. Cuando el amor está ausente, ellos no tienen nada que reflejar.
Asumimos serias responsabilidades para con esos Espíritus que nos han sido confiados por Dios, nuestro Padre.
En la condición de padres es nuestro deber guiarlos por el camino del bien, hablarles acerca de las responsabilidades y de los objetivos de la vida.
Pensemos en eso.
Redacción del Momento Espírita, basado en el texto
Que é uma menina?, de Juan Alfonso Astiazarán, del
libro Um presente especial, de Roger Patrón Luján, ed. Aquariana.
En 28.5.2015.