La vida humana puede ser comparada con una rosa en el jardín. El bebé es el capullo que se abre suavemente.
En la medida en que va abriendo, va extasiándose con el rocío en la madrugada de luz, el brillo del cristal al toque del sol, en las primeras horas de la mañana, el calor del astro rey en la tarde soleada.
Cuanto más se abre al mundo, más descubrimientos realiza. Valiente, el niño no lee obstáculos en las líneas de la vida.
Él lo intenta todo, experimenta, palpa y siente. Confiado, extiende los brazos a quien le ofrece el regazo.
Perseverante, insiste en los intentos, sin permitir considerarse derrotado por la lata que no abre, el juguete que no rueda, el muñeco que insiste en no quedarse de pie.
Ningún obstáculo lo detiene: una escalera que parece no tener fin, una puerta cerrada, el portón bloqueado.
Curiosamente, a la medida que crece parece olvidarse de su lado brillante.
En los primeros años escolares, puede mostrarse cerrado a las novedades y hasta presentar bajo rendimiento escolar.
Más tarde, ya maduro, exactamente como el capullo totalmente abierto, los bloqueos se hacen más grandes. Los percances son considerados insuperables.
Mientras envejece gradualmente, más obstáculos se pone a sí mismo: Mi memoria no es buena. Me olvido de todo. Me estoy volviendo viejo.
Deja de pensar en aprender algo nuevo. Exactamente en el período que, en general, pasa a tener más tiempo libre.
La jubilación llegó, los hijos se casaron, las obligaciones disminuyen. Todo lo que se pensaba en tener durante los años de la juventud, de la madurez, ahora se encuentra disponible: más tiempo.
Sin embargo, ese tiempo es inutilizado. Y si hay algo que realmente hace a la persona envejecer, es la ociosidad, el no hacer nada.
Mientras la rosa en el jardín va perdiendo la lozanía, marchitándose y perdiendo los pétalos, el hombre se deja también fenecer.
* * *
Pero todo puede ser diferente. Nunca es tarde para aprender. El envejecimiento no tiene nada que ver con la pérdida de la memoria. A menos que la persona sea portadora de alguna enfermedad que afecte las funciones mentales, las intelectuales.
Absorber sabiduría de los libros, aprender a tocar un instrumento, ejercitarse en un nuevo idioma. Todo aquello para lo que no se tuvo tiempo o posibilidad de hacerlo antes, he aquí una oportunidad maravillosa.
Oscar Niemeyer, conocido arquitecto brasileño, a los noventa años afirmó:
No veo ningún problema con mi edad. Nací en 1907. Desde temprano me dediqué a ver la poesía que vibra en las curvas de las imágenes y no sólo en las líneas rectas y tensas.
Proseguí con ahínco y dedicación en la búsqueda de mi crecimiento y puedo afirmar que soy una persona feliz.
Ayudé a las personas cuanto pude y aprendí a contemplar la naturaleza, por lo que todas esas cosas sumadas, y muchas otras más, me traen la convicción de la serenidad.
Y un conocido locutor de la televisión afirmó, a sus setenta años de edad: Tengo un proyecto que realizar antes de morir.
Deberá tardar catorce años para su concreción. En él utilizaré mi voz, que hoy se encuentra más consistente, más sonora de lo que ha sido jamás.
Espero que el buen Padre no me lleve antes. Deseo concluir ese proyecto antes de partir.
Esto es vejez bendecida. Esto es no marchitarse, aunque el tiempo haya dibujado su mapa en los rostros de quienes sonríen a la vida, cada amanecer.
Envejecer con dignidad es tener siempre en mente un proyecto de vida para el día que aún no nació.
Redacción del Momento Espírita.
En 15.4.2015.