El canal de televisión muestra bombas explotando, misiles siendo lanzados y cientos de cuerpos en el suelo. No se trata de una película. Son escenas reales y actuales.
La tristeza nos envuelve en una mezcla de compasión y de horror. ¿Cómo puede el hombre ser lobo de su semejante? ¿Cómo puede utilizar tanta maldad?
A un toque en el control remoto, cambiamos la sintonía y otras imágenes aparecen.
En una concurrida autopista los vehículos transitan en alta velocidad, ocupando los tres anchos carriles. En medio de todo eso, un gatito aterrorizado se desvía de un coche y de otro.
Algunos conductores al verlo desaceleran y se desvían, para no matarlo. Pero el pequeño animal corre riesgo de muerte en cualquier instante.
Luego, en el carril de la derecha, un camión estaciona, el conductor salta rápido y, en un único y audaz lance, rescata al pequeño animal, llevándolo a su vehículo.
En seguida, aparece un lugar africano seco, polvoriento. Una elefanta anda de uno a otro lado, emitiendo barritos fuertes como un pedido de socorro. Su cachorro cayó en un agujero y ella no lo puede sacar.
Él llora y se mueve, sin poder salir. De repente, dos hombres llegan trayendo cuerdas. Con extrema precaución rescatan al cachorro que, tan pronto se ve libre, corre hacia su madre que lo acaricia con su trompa.
En una escena conmovedora, el elefante bebé, hambriento, busca la leche materna para saciar el hambre.
En otro lugar, gélido, un diferente rescate ocurre. Varios hombres se esmeran por retirar de las aguas heladas un animal grande. Con las piernas congeladas, él recibe masaje en las ancas, en las patas, hasta que demuestra la posibilidad de moverse.
Y antes que se yerga en sus propias patas, recibe un cálido abrazo de uno de sus salvadores, como diciéndole: ¡Hermano, estás a salvo!
Y cuando las noticias comienzan a tejer el panorama nacional, se anuncia una tragedia. Cuatro personas de una misma familia están enterradas debajo de un edificio de cuatro pisos que se derrumbó.
Los bomberos trabajan con ahínco, las horas avanzan, el cansancio los abraza, las fuerzas parece que les faltan. Entre lágrimas, exclama uno de ellos: No me alejaré de aquí hasta el rescate final.
Treinta y cuatro horas pasaron, la niña de ocho años es rescatada, después el padre. En seguida el bebé de pocos meses. Este presenta problemas respiratorios y recibe masaje específico, en el mismo lugar.
Por último, la madre es retirada de los escombros. Mientras la ambulancia se abre paso a través de las calles, con su sirena estridente, llevando las cuatro vidas preciosas, los bomberos se unen en una gran cadena.
Brazos entrelazados, cabezas bajas, ellos oran en gratitud a Dios por el éxito logrado.
¿Qué religión profesan? ¡Qué importa! Dios es uno solo. Las religiones son caminos para religar el ser al Padre Celestial.
Todos oran, hermanados, hijos del mismo Padre, dirigiéndose al Padre.
* * *
Ante cuadros tan diversos, concluimos que, en el bendecido planeta Tierra, muchas criaturas viven todavía en estado de guerra, de salvajismo, de maldad.
Entretanto, un número mucho más expresivo ya eligió el amor como su derrotero de vida.
Son esos que se esmeran en conservar, resguardar, recuperar otras vidas, yendo a menudo más allá del deber, convocando energías sobrehumanas.
¿Y nosotros? ¿A qué categoría pertenecemos? ¿Estamos destruyendo o preservando vidas? ¿Somos del bien?
Pensemos en eso.
Redacción del Momento Espírita.
En 2.2.2015.