Ella había crecido con el Espíritu alimentado por las profecías de Israel.
Desde su infancia, cuando acompañaba a su madre a la fuente de agua, para coger el precioso líquido, oía los comentarios.
Entre las mujeres, siempre que se hablaba al respecto, se preguntaban unas a otras cual sería el momento y quien sería la afortunada, la madre del Mesías esperado.
En noches pobladas de sueños, era visitada por Mensajeros que le hablaban de quehaceres que ella guardaba en la intimidad del alma.
Entonces, en aquella madrugada, casi de mañana al principio de la primavera, en Nazaret, una voz la llamó: Miriam. Su nombre egipcio-hebreo significa amada de Dios.
Ella despertó. ¿Qué extraña claridad era aquella en su habitación? No venía de la puerta. No era el sol, aún envuelto, en aquella hora, en el manto de la noche quieta.
¿De quién era aquella silueta? ¿Qué hombre era aquel que se atrevía a entrar en su habitación?
Soy Gabriel, se identifica, uno de los mensajeros de Yahweh. Vengo a confirmarte lo que tu corazón aguarda hace mucho.
Tu seno cobijará la gloria de Israel. Concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás el nombre de Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo y su reino no tendrá fin.
María escucha. Las palabras llegan hasta ella llenas de ternura y por su mente transitan los dichos proféticos.
Se siente tan pequeña para tan grande ministerio. Ser la madre del Señor. Ella balbucea: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.
El Mensajero se va y ella espera. El evangelista Lucas registraría, años más tarde, el cántico de gloria, denominado Magnificat:
¡Mi alma glorifica al Señor! ¡Y mi Espíritu exulta de alegría en Dios, mi Salvador!
Porque, volviendo su mirada hacia la bajeza de la Tierra, en mi bajeza y humildad se fijó.
¡He aquí, pues, que desde ahora y por todos los tiempos todas las generaciones me llamarán bienaventurada!
¡Porque me hizo grandes cosas el Poderoso, Santo es su nombre!
Y su misericordia se extiende de generación en generación a los que le temen. Con su brazo valeroso, destruyó a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Depuso a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió vacíos a los ricos.
¡Cumplió la palabra que dio a Abraham, recordándose de la promesa de su misericordia!
Ella engendró un cuerpo para el ser más perfecto que la Tierra jamás ha recibido. Sus senos Lo alimentaron en los primeros meses. Lo bañó, Lo abrigó, Lo abrazó con fuerza contra su pecho más de una vez. Y más de una vez, debe haber pensado:
Hijo mío, oye mi corazón latiendo junto al tuyo. Llegará un día en que no podré ocultarte a la saña de los hombres. Por ahora, amado mío, déjame guardarte y protegerte.
Ella siguió Su crecimiento. Lo vio iniciar Su período de aprendizaje junto a Su padre, quien Le enseñó los primeros versículos de la Tora, conforme a las prescripciones judías, aunque tuviese la certeza que el niño ya sabía todo aquello.
En la Sinagoga, Lo vio destacarse entre los otros niños y asombrar a los doctores. Su Jesús, su Hijo, su Señor. Se angustió más de una vez, mientras lo contemplaba a dormir. ¿Qué sería de Él?
María, madre de Jesús. Madre de todos nosotros. Madre de la Humanidad. Te damos gracias por la dádiva que nos ofreciste y con motivo de la Navidad, te decimos: Gracias, Madre.
Redacción del Momento Espírita, con base en
el capítulo A mãe de Jesus, del libro Personagens
da Boa Nova, de Maria Helena Marcon, ed. FEP.
En 20.10.2014.