Él no tenía sombras. Él era Luz. Vino para las tinieblas y las tinieblas no lo reconocieron.
Brilló en medio de la oscuridad, pero los que percibieron Su luminosidad, nada más deseaban sino apagar la Luz que irradiaba.
Él no tenía sombras porque era perfecto. Ningún rastro de inferioridad manchaba Su personalidad. Antes que la Tierra exhalase su primer aliento como un planeta propicio para la vida, Él ya era.
Por eso, muchos lo juzgaron el mismo Increado y lo confundieron con la Divinidad. Pero Él, siempre correcto, esclareció desde el primer momento: He venido para cumplir la voluntad de mi Padre, que está en los cielos.
Él no tenía sombras. Ninguna culpa, ningún defecto le manchaba el Espíritu.
Por eso, podía establecer la invitación: Ven y sígueme.
Señor del mundo, pastor de un rebaño de almas incultas, plagadas de errores y de vicios morales, vino para conducirlas.
Sin embargo, no todos oyeron Su voz o desearon seguirlo en aquellos tiempos.
Por eso, Él prosigue con el llamado insistente, anunciando las bienaventuranzas del Reino del Padre.
Él era la Luz. Aquellos que nada más deseaban sino difundir su propia sombra, lo persiguieron levantando calumnias, engendrando maldad.
Él respondió con amor. Dondequiera que iba, dejaba huellas luminosas para que los que viniesen tras Él, en la hilera del tiempo y de las vidas, pudiesen seguirlo. Cuando lo deseasen, cuando pudiesen comprender Su mensaje.
Hablando con la autoridad de quien hace lo que recomienda, Él se dirigía a los Espíritus perturbadores e infelices, arrancándolos de la insensatez.
El suyo era el mensaje de la paz: Mi paz os dejo, mi paz os doy.
Señor de las estrellas, no acumuló bienes perecederos, antes se preocupó en conquistar corazones para el Reino de Dios.
A quien lo hería, cual sándalo que perfuma el hacha que lo agrede, regalaba el aroma de Su paz.
De tal manera eso impregnaba a la criatura, que no lo olvidaba jamás. Y, en el polvo del tiempo, optaba por entregarse a Él.
Manso como las palomas, jamás se dejó vencer por los violentos, respondiéndoles con la dignidad de Su conducta.
Al soldado que le abofeteó la cara, indagó sin miedo: Si dije algo equivocado, señala mi error. Pero, si no dije nada errado, ¿por qué me golpeaste?
Y cuando la hora llegó, como un cordero llevado al altar de los holocaustos, Él se entregó, sin reaccionar.
Y, a solas, enfrentó el juicio arbitrario de los pigmeos que detenían el poder vano y transitorio: Anás, Caifás, Pilatos.
Él era el Señor del Mundo y se sometió a la justicia común de los hombres, enseñando que el ejemplo habla más alto que las palabras.
Él era la Luz. Hasta hoy, Él brilla y espera.
Espera que Sus ovejas atiendan Su llamado, reconozcan Su voz y descubran que con Él no habrá más noche de soledad y amargura.
Que con Él, no habrá sed de justicia, porque Él es el agua viva que sacia la sed para siempre.
Con Él no habrá carencias, porque Él es la plenitud.
Él es Jesús, el Hijo de Dios, el Buen Pastor de nuestras almas.
Él es el Enviado, el Mesías esperado en el tiempo y anunciado por siglos en la voz de los profetas.
Oigámoslo. Sigámoslo. Él es la Luz, el Camino, la Vida ...
Redacción del Momento Espírita.
En 2.2.2015.