Al acercarse el final del año, solemos hacer algunas listas que tienen el objetivo de ayudarnos a cumplir con los compromisos que nos propusimos en el transcurso del año y que acabamos dejando atrás.
En ellas están incluidas las promesas que hicimos y que ni siquiera nos movimos en el sentido de cumplirlas. La lista de las tareas profesionales que fueron innumerables veces dejadas en último lugar.
La lista de compromisos sociales diversas veces postergados.
Y, al acercarse la Navidad, viene también la lista de regalos.
Entonces, nos esmeramos en la compra de recuerdos y obsequios para los familiares y amigos, en un gesto simbólico de conmemoración del cumpleaños de nuestro querido amigo Jesús.
Movidos por el sentimiento de caridad, que nos rodea más intensamente en esta época del año, muchos de nosotros ofrecemos recuerdos a los menos afortunados y a los desvalidos.
En la ansiedad de no olvidar ninguno de nuestros afectos, verificamos innumerables veces nuestra lista.
Pero, en un gesto de reflexión, podríamos incluir en nuestras notas una lista de cuánto nos hicimos presentes en la vida de todas las personas que nos rodean.
Seguramente constataríamos cuánto ofrecemos de nosotros mismos a las personas que estimamos y también a aquellas que, aun sin conocerlas muy bien, pueden haber necesitado de nosotros en algún momento.
Paremos a pensar cuánto nos hicimos presentes en la vida de nuestros hijos.
Si aún son niños, reflexionamos sobre la cantidad de veces que estuvimos jugando junto a ellos, dándoles buenos ejemplos, enseñándoles las verdades y también las pequeñas cosas más simples e importantes de la vida; como observar y respetar la naturaleza, u ofrecer un saludo sincero y afectuoso a las personas.
¿Cuántas veces les ofrecimos abrazos cargados de afecto y dijimos a ellos que los amamos?
El trabajo, los platos sucios, la casa desordenada pueden esperar. La infancia no, ella pasa en un abrir y cerrar de ojos y no vuelve más.
¿Ofrecimos a nuestros hijos jóvenes y a nuestros padres el regalo de la compañía desinteresada, del apoyo en los momentos que necesitaron?
¿Cuántas veces los hemos incluido en nuestros planes diarios? ¿Los llamamos simplemente para saber cómo estaban?
¿A los amigos, ofrecimos el regalo de la amistad sincera?
¿La práctica de la verdadera caridad formó parte de nuestros proyectos?
No sabemos cuánto nos quedaremos en esta existencia, si tendremos una vida corta o larga. Entonces, procuremos no posponer esos verdaderos regalos que somos capaces de ofrecer a nuestro prójimo.
Los recuerdos que podemos comprar también tienen su valor y todos disfrutamos al recibirlos, pues demuestran cariño, afecto y gratitud.
Pero nada de eso tiene sentido si no tocamos el corazón de las personas.
A menudo, la palabra que comprende, la mirada que consuela, el silencio que respeta, la presencia que acoge y los brazos que envuelven, pueden tener un valor inmensamente mayor que cualquier regalo material que ofrezcamos.
Son esas actitudes que dan sentido a la vida y hacen que ella sea más intensa, suave y feliz.
Pensemos en eso.
Redacción del Momento Espírita.
En 4.8.2014.