Señor, tantas fueron las veces que mis ojos miraban el cielo en busca de respuestas.
Observé los dolores del mundo y me pregunté dónde está Tu justicia, dónde Tu bondad, dónde Tu infinito amor.
Además, me pregunté: ¿Qué eres Tú? ¿Dónde vives?
Sin embargo, aquel día tenía de llegar. Y llegó. Y nosotros nos encontramos.
El hospital estaba especialmente frío aquella noche de otoño.
Yo hacía mis visitas, observando el cuadro de cada paciente por el cual yo, como médico, era el responsable.
Entonces, fui sorprendido por la madre de uno de mis pacientes, que gritaba desesperadamente mi nombre.
Su hijo, que contaba siete años en esa época, tenía crisis continuas de convulsiones. Su cuerpo frágil, afectado por el cáncer, se debatía en la camilla.
Después de estabilizarlo y, teniendo en cuenta mis cuarenta años en el área de la oncología, sabía que la muerte no tardaría en llegar para aquel frágil muchacho.
Todavía, ocurrió algo inusitado: tal vez porque me acordé de mi nieto, sano y feliz, las lágrimas comenzaron a brotar incesantes de mis ojos y, aun esforzándome mucho, no pude contenerlas.
Sujeté la mano de aquel niño y, con el apoyo de la madrecita que ahora compartía sus lágrimas conmigo, sentí su pulsación volviéndose cada vez más débil, hasta cesar completamente.
Inmediatamente, me puse a pensar en palabras de consuelo para aliviar el corazón de aquella madre que acababa de perder a su hijo. Pero, las gruesas lágrimas que corrían por mi rostro no me permitían consolar a nadie.
Y cuán sorprendido me quedé cuando aquella señora, secándose las propias lágrimas, me abrazó y dijo: No llore, doctor. Dios quiso que mi hijo no sufriese más.
Dios siempre actúa a nuestro favor, continuó la señora. Somos nosotros que, egoístas, muchas veces no somos capaces de ver Su misericordia en todo lo que nos rodea, incluso cuando sufrimos.
Perplejo, no logré acompañar el razonamiento de aquella sabia mujer: ¿Cómo podemos encontrar la misericordia en el sufrimiento?
Y ella, como leyendo mis pensamientos, aseveró: Dios es como un padre que trata a su hijo enfermo: permite que el vástago tome la medicina, aunque amarga, pero que traerá alivio y cura para el cuerpo enfermo.
Dios permite que tomemos la medicina amarga del sufrimiento, a fin de que sanemos nuestro Espíritu de todo el mal que, quizás, aún pueda en él existir.
* * *
En la respuesta tan simple de aquella señora, yo Te encontré.
En aquella camilla, no sólo estaba el hijo de la resignada mujer. Todos los dolores del mundo, por los cuales yo también lloraba, estaban allí representados.
Mientras yo veía injusticia y dolor, ella veía oportunidad y regeneración. Al tiempo que yo perdía un paciente para la muerte, ella entregaba un hijo para la vida. Yo veía el final. Ella, el comienzo.
* * *
Dios en todo se revela. Bajemos la guardia de nuestro orgullo, de nuestro materialismo, de nuestro egoísmo, a fin de percibirlo.
En el verde de los bosques, en el canto de los pájaros, en los que sufren, en los que ríen y dentro de nosotros... ¡Allá está Él!
¡Pensemos en eso!
Redacción del Momento Espírita.
En 28.7.2014.