Ahora él ya es un hombre maduro...
Fueron muchas las experiencias vividas junto a sus doce hermanos y de vez en cuando cuenta una de ellas.
Recuerda que cuando era apenas un niño se inquietaba por que su madre pocas veces almorzaba o cenaba con él y con los otros hijos.
Un día le preguntó por qué no se alimentaba con ellos y ella le contestó con una tierna sonrisa:
Es que no siento hambre, hijo.
A él le parecía raro que su vieja madre no sintiera hambre, pero siempre que le preguntaba ella contestaba que realmente estaba sin hambre.
Transcurrieron los años... Los hijos crecieron y hoy él sabe que su madre dejaba de comer, no por falta de hambre sino por falta de comida.
Ella, una mujer semianalfabeta, conducía los hijos con tanto amor que ninguno de los trece hijos se dio cuenta que renunciaba a la comida para que ellos pudieran alimentarse precariamente.
Jamás hizo con que se sintieran culpables por las necesidades que la familia enfrentaba.
Ese es el verdadero amor.
El amor que sabe renunciar incluso a las necesidades más básicas, como el alimento, por ejemplo, para que los hijos crezcan seguros y sin culpa.
Hoy ella habita el Mundo de los Espíritus, y seguramente puede contemplar a cada uno de sus hijos como quien hace todo lo que tiene que ser hecho para que se conviertan en personas de bien.
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En los días actuales, lamentablemente, vemos padres y madres que culpan a los hijos por todo lo que no consiguen realizar. Si la madre no puede ejercer la profesión elegida, la culpa es de los hijos, que vinieron en momento inoportuno.
Si falta dinero, los hijos llevan la culpa. Al fin de cuentas el colegio es caro, los libros, las ropas etc. Si los padres no pueden realizar el viaje de vacaciones a solas, es a causa de los hijos que porfían en existir para estorbar la vida de la pareja.
En estos días de tantas divergencias entre padres e hijos, vale la pena meditar a respecto de la renuncia de esa madre que dejaba de comer para que los hijos que puso en el mundo pudieran sobrevivir.
Vale la pena pensar en la grandeza del amor...
Del amor que sabe renunciar y sabe callarse para no herir los sentimientos de aquellos con quien convive y que dependen de la seguridad del hogar para crecer y dignificar al mundo que los recibe con dulzura y cariño.
Si usted, como madre, está impedida de hacer todo lo que le gustaría a causa de la presencia de los hijos, no los culpe. Recuerde que ellos crecen muy rápido y sabrán reconocer sus esfuerzos y renuncias.
Y aunque no reconozcan, piense que la vida no tendría sentido sin la presencia de ellos en el hogar.
Piense que si Dios los llevara hoy usted estaría libre para hacer lo que desea, pero seguramente no es eso lo que usted quiere.
Por esa razón, considere que el tiempo que usted dedica a los hijos no es tiempo perdido, sino tiempo invertido.
El amor verdadero es el capaz de renunciar sin herir y dedicarse sin nada pedir.
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El amor de madre es la más sublime expresión del amor sobre la Tierra.
Nada se puede comparar a la ternura de una madre cuando abraza a sus hijos.
Es por eso que muchos de nosotros, en los momentos amargos, recordamos a la Madre más sublime que ha pisado en la Tierra: María, la madre de Jesús.
Redacción del Momento Espírita.
En 11.09.2009.