Era la semana de Pascua. Nunca más habría días de tal significado.
El Pastor estaba entre los hombres y los hombres no lO identificaron.
En aquel primer día de los cuatro últimos de Su jornada en la Tierra, Jesús estaba en el Templo de Jerusalén. Como muchas veces anteriores pasó el día enseñando a las personas que lO deseaban oír.
Y al igual que las veces anteriores, sufrió los ataques de los sacerdotes, de aquellos mismos que eran los líderes religiosos de un pueblo ávido de justicia y de consuelo.
Luego, al atardecer, cuando el día comenzaba a morir, dejándose abrazar lentamente por la noche, el Maestro demostró Su cansancio.
No era el cansancio de la gente, de las personas sufridas, de los dolores multiplicados que llegaban a Él en oleadas constantes.
Era el cansancio por constatar el desprecio a la religiosidad, justamente de aquellos que deberían ser los más interesados ??en la preservación del patrimonio religioso.
Y ellos despreciaban el mensaje del que era portador el Mesías.
En un lamento, Jesús habló y el Evangelista Mateo señaló:
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!
¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos debajo de sus alas!
¡Y tú no lo quisiste! ¡He aquí que tu casa se quedará desierta!
Jesús se encontraba en la capital religiosa del mundo de entonces, en plena semana de la fiesta religiosa más importante del año.
Él era el Rey, el Enviado, el Pastor de las almas y ellos no se daban cuenta de eso.
Todos se preparaban para la celebración de la Pascua y no aprovechaban la presencia celestial entre ellos, el Mensajero más excelso que la Tierra conoció jamás.
Era un momento especial y los hombres lo dejaron escurrirse entre los dedos.
* * *
Hoy, aún hay oportunidades despreciadas por muchas personas.
Dejamos de atender a la invitación del Pastor para correr en busca de valores efímeros. Cosas que hoy son valoradas y mañana no más serán parte de la lista de ítems importantes.
Solamente los valores reales son imperecederos, inmutables en el tiempo.
La serenidad con que Sócrates recibió la pena de muerte que le fue impuesta, es la misma serenidad de que disfrutan todos los que comprenden que la vida es un rápido paso por un mundo de formas e inconsistencias.
La paz de espíritu que movía a Gandhi es la misma hoy, para todos los que abrazan a la propuesta de la no violencia.
El amor al prójimo que motivó Albert Schweitzer a penetrar en el África Ecuatorial Francesa para atender a sus hermanos, es el mismo que movió a la Madre Teresa de Calcuta por los caminos de la India y las callejuelas del mundo.
¡Es tiempo de pensar!
Es tiempo de replantear acciones.
Todo eso para que no vengamos a convertirnos en una casa vacía, un lugar desierto.
Todo eso para que volvamos a las cosas del Espíritu, intemporales, imperecederas.
Lo que quiere decir: sin apegos materiales. Conscientes de que los bienes de la Tierra son para ser utilizados, para servirnos, no para dominarnos.
Conscientes de que las oportunidades de crecimiento deben ser aprovechadas, porque nunca se repetirán de la misma manera, con la misma intensidad...
¡Pensemos en ello!
Redacción del Momento Espírita.
En 6.1.2014.