El Sermón de la montaña es un pasaje bíblico muy conocido.
En él, Jesús anuncia las bienaventuranzas.
Él enaltece la conducta de los mansos, de los humildes y de los sedientos de justicia, entre otros, afirmando que son bienaventurados.
Sin embargo, Jesucristo anunció una bienaventuranza más, que suele pasar desapercibida.
Tras Su resurrección, Él apareció a varias personas, pero el discípulo Tomás no estaba entre ellas.
Al enterarse del evento, Tomás afirmó que solamente creería si viera las señales del martirio en Jesús y pudiera tocarlas.
La oportunidad no se hizo tardar y el Maestro pronto le apareció.
Tras mostrarSe, Jesús sentenció:
Porque me viste, Tomás, creíste. Bienaventurados los que no vieron y creyeron.
Es interesante observar que se trataba del momento en que los testimonios de los Apóstoles empezarían.
Había terminado la época del aprendizaje directo junto al Mesías Divino.
Lo que pasa es que en la lucha por la implantación de un ideal ni siempre todo transcurre a las mil maravillas.
Suele haber resistencias y muchos que se sienten molestos se hacen adversarios de la obra.
Para perseverar, en los momentos de dificultad, hace falta tener fe.
Sin una creencia firme de que el bien vencerá es muy fácil desistir a mitad del camino.
Es necesario creer en la efectuación del ideal antes de verlo concluido.
Feliz el que posee la fuerza íntima necesaria para luchar sin desanimarse.
El que cree en el bien, aun cuando el mal aparentemente vence.
El que necesita ver para creer vacila y desfallece frecuentemente.
Porque la corrupción parece crecer, duda de la victoria final de la honestidad.
Porque son muchos los crueles, piensa que la compasión tal vez nunca venza.
Si el bien tarda a instalarse, cree que no compensa luchar por él.
Ya se ve cuanto la fe es necesaria en un proyecto a largo plazo.
Sin esa seguridad de las cosas esperadas, la fuerza vacila y se abandona la lucha.
En estos tiempos turbulentos, conviene reflexionar sobre la firmeza de la propia fe.
Creer firmemente en la victoria del bien ayuda a no corromper nunca la propia esencia.
Sin esa convicción, uno puede estar tentado a tener ventajas y a salirse con la suya, con perjuicio de la propia dignidad.
Sucede que la dignidad y la fidelidad a los propios valores son extremamente preciosas.
Ellas brindan paz de conciencia y hacen posible ir con la cabeza erguida a cualquier ambiente.
Bienaventurado el que cree antes de ver y por eso tiene la fuerza de vivir y construir el bien.
Piense en eso.
Redacción del Momento Espírita, basada en el cap. XXI del libro A mensagem do amor imortal, por el Espíritu Amélia Rodrigues, psicografía de Divaldo Pereira Franco, ed. Leal.
En 09.05.2011.