Dejad a los niños venir a mí es una frase célebre de Jesús.
Se pueden extraer innúmeras lecciones de ella.
A menudo, se identifica en el pasaje evangélico la necesidad de abordar lo sagrado con simplicidad y sin afectación.
A fin de cuentas, los niños son espontáneos y sencillos en sus manifestaciones.
Otra lección posible es la de que se debe mantener la capacidad de encantamiento ante la vida.
Así son los niños, que lanzan miradas deslumbradas al mundo que empiezan a descubrir.
Un enfoque igualmente interesante es sobre la necesidad de proteger a las criaturas frágiles.
Jesús era fuerte en todos los sentidos.
Poseía infinita sabiduría, que impresionaba y confundía a los sabios y a los grandes de la época.
Su autoridad moral era incontestable, a punto de dominar a las masas con Su simple presencia.
Hay relatos espirituales de personas que, frente al Maestro, cayeron arrodilladas, sin poder dominar la sensación de estar en la presencia de alguien superior.
Fue ese hombre, entre todos, fuerte que abrió los brazos a la propia imagen da fragilidad: los niños.
La Sabiduría Divina viste la infancia con un encantador ropaje para despertar el instinto protector de los adultos.
La violencia contra el niño siempre parece la más repulsiva de todas.
La graciosidad de los pequeños seres enternece a los corazones más rudos.
Lo que pasa es que la fragilidad ni siempre se presenta encantadora.
La vejez es un buen ejemplo.
Los mayores gradualmente pierden las fuerzas físicas y pasan a depender de la paciencia y del auxilio ajeno.
Del mismo modo, los enfermos carecen de ayuda.
La imagen del sufrimiento y de la miseria humana no suele ser agradable.
Es más fácil tener unos arrebatos de ternura con un niño rosado y risueño que con un adulto enflaquecido.
Pero hay un género de fragilidad todavía más carente de comprensión y auxilio.
Se trata de los hombres moralmente frágiles.
Nadie necesita más compasión que los viciosos del cuerpo y del alma.
Curiosamente, ellos suelen suscitar solo reprobación y desprecio.
Sus dificultades son vistas como falta de vergüenza o de voluntad.
No raro, se tiene un sentimiento de júbilo cuando algo malo le ocurre a alguien de hábitos corrompidos.
Por ejemplo, hay poca preocupación por las condiciones de vida de los detenidos en Brasil.
Se sabe que viven en celdas muy llenas y sin higiene, pero eso no molesta.
No se puede ser ingenuo y abolir los modos por los que la sociedad se protege de sus elementos peligrosos.
Pero hace falta recordar que se trata de seres humanos.
Aunque a veces truculentos, los criminales son frágiles en su rebeldía contra las Leyes Divinas.
Trillan caminos tortuosos que les preparan grandes dolores.
Tarde o temprano, tendrán que reparar todos los males que causaron.
Sin embargo siguen siendo hermanos en la infinita caminata de la Humanidad rumbo a la plenitud.
Hace falta, pues, adoptar una postura cristiana, en especial hacia los seres moralmente débiles.
Reprobar sus errores y prevenir los abusos, pero sin llenarse de odio y sin embrutecerles con malos tratos.
Educarlos y auxiliarlos, para que se recuperen.
A fin de cuentas, el que se dice cristiano tiene el deber de convertirse en un amparo a los hermanos de jornada.
Piense en eso.
Redacción del Momento Espírita.
En 04.02.2011.