Muchas veces el mundo de los adultos es sombrío. Envueltos en una nube de preocupaciones, los hombres se dejan arrastrar por la depresión, el estrés, el cansancio de la vida.
A ese ritmo, los días transcurren mientras el entusiasmo se debilita y las horas se arrastran cada vez más tensas.
Hay quienes, que habiendo vencido los años y alcanzado la vejez, se muestran en total desaliento, con la certeza de que los días mejores no vendrán jamás.
Dicen: ¡Menos mal que ya no tengo tantos años más para vivir! ¡Menos mal que no veré los años futuros! ¡Pobres de mis nietos que tendrán que soportar todo eso!
Cerca de esos que ya desistieron de vivir, apenas sobreviviendo cada día, hay otra clase de personas muy distintas.
Esa es entusiasta, alegre y tiene la seguridad absoluta que el cielo es azul, los sueños son de color rosa y el mundo es una promesa rica de venturas.
Esa clase es compuesta por los niños de todas las edades. Desde los bebés que están descubriendo el mundo y que se ríen por todo y por nada.
Se ríen porque el perro les lame el rostro; porque el juguete se cayó e hizo un ruido raro; porque alguien les hizo cosquillas.
Esa clase sabe vivir cada día con intensidad.
Cuando van a una fiesta no se preocupan de la ropa, tampoco de la comida servida.
Lo que desean es estar con los amigos y jugar. Amigos que pueden ser de largo tiempo. Amigos que se hace en el instante, simplemente a partir de una invitación tentadora: ¿Quieres jugar conmigo?
Al final del día, después de los juegos, de las risas, el estómago avisa que es necesario alimentarse.
Y todos aquellos que están en esa privilegiada franja etaria llamada infancia se dirigen a la mesa. Con gusto y con ganas.
Perros calientes, chocolate, tortas, jugo. Todo es bueno para saborear.
Todos comen con los ojos, con las manos, aún antes de llevar el alimento a la boca.
Los niños son así. Hacen cada cosa a su tiempo y con satisfacción. Juegan, comen, descubren los miles de placeres de vivir cada momento.
Esa clase ofrece lecciones de vida todos los días. No fue por otro motivo que la sabiduría nazarena afirmó que todo aquel que desease entrar en el Reino de los Cielos debería asemejarse a un niño.
Porque la niñez afronta los peligros, los desafíos, con la seguridad de la victoria.
El niño no piensa que será un fracasado. Él juega para ganar, canta para agradar, busca la protección de los brazos del amor para cobijarse y se entrega totalmente.
Se duerme en todas partes confortablemente sin preocuparse si el hotel posee tres o cinco estrellas, si la habitación que le fue ofrecida es pequeña o grande.
Y cuando se entrega al sueño hace su oración: Dios, gracias por la vida.
Ojalá ella tenga más cosas buenas que malas. Que todos los niños tengan padres, que los padres sean buenos y los niños felices.
Que siempre haya muchos juegos, fiestas, dibujos animados, helados de chocolate y tortas en la mesa de todos los niños.
Dios, ahora voy a dormir. Cuando despierte, espero que hayas escuchado y atendido a mis pedidos, Señor.
Aprendamos con los niños.
Redacción del Momento Espírita.
En 01.06.2009.