Hubo un tiempo que en mi ventana había un pequeño jardín seco.
Era tiempo de estiaje, de tierra desmigajada y el jardín parecía muerto.
Pero todas las mañanas venía un pobre hombre con un balde y en silencio esparcía con la mano unas gotas de agua sobre las plantas.
No era un riego: era una especie de aspersión ritual, para que el jardín no muriese.
Yo miraba a las plantas, al hombre, a las gotas de agua que caían de sus dedos delgados y mi corazón se quedaba completamente feliz.
Pero, cuando hablo de esas felicidades pequeñas y ciertas que están delante de cada ventana, unos dicen que esas cosas no existen, otros que solamente existen delante de mis ventanas y otros, finalmente, que es necesario aprender a mirar, para poder verlas así.
* * *
Meireles, Drumonds, Kolodys, Bandeiras, dos Anjos, Alves, Pessoas, Quintanas - esos poetas de las líneas escritas - parecen, a veces, almas que vieron más de lo que nuestras miradas ordinarias consiguen ver.
Como si observando un mismo paisaje, un mismo rostro, un mismo sentimiento, percibiesen en ellos dimensiones desconocidas para los ojos endurecidos, entorpecidos, de una Humanidad tambaleante.
Se muestran dotados de sentidos que no tenemos o tal vez, como afirma sin pretensión Cecilia Meireles (una mujer de ojos bizcos, según ella misma), simplemente aprendieron a mirar.
Notar las minucias, las pequeñas grandes cosas, las bellezas sencillas, nos hace desarrollar un tipo de sentido nuevo, un grado diferente de percepción que se vale de los sensores físicos, sin embargo, solamente como instrumentos, pues el que siente o capta habita seguramente otras esferas sensoriales.
Un sentido que nos deja alertas, que nos hace conscientes del objetivo esencial de la vida, constantemente - como si nunca perdiéramos el control, el timón de la embarcación que conducimos a través de tantos y tantos océanos universales.
La felicidad deseada en secreto o al proclamar nuestros sueños - el júbilo pleno - con certeza aún está lejos de nuestras posibilidades - porque nuestros anhelos todavía encierran la fragilidad de lo pueril y lo inmediato.
Pero es cierto y muy cierto, que esa conquista no es futura, ella es construida de instantes sucesivos, poco a poco y ahora.
Siempre idealizamos una felicidad premio, un tesoro al final de una larga y tortuosa jornada.
Sin embargo, la conquista de la madurez psicológica nos hará entender que ella es, de verdad, una construcción que se hace a lo largo del camino.
Una edificación gradual y segura hecha de millares de pequeños cristales preciosos, como esas felicidades pequeñas y ciertas que la sensibilidad de Cecilia nos hace percibir:
Nacientes del Sol. La armonía de la fauna, de la flora. El encanto de las incontables tonalidades que pintan el cielo todas las mañanas - de los grises a los azules.
Y tantas otras cosas...
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Observa atentamente el mundo alrededor. No solamente para constatar sus problemas - como solemos hacer - pero, principalmente para descubrir sus alegrías, sus valores, sus virtudes.
Aprende con los poetas y sus ojos bizcos y déjate encantar por el gorrión que salta en el muro, por las mariposas blancas que vuelan juntas; por el cerrar de los ojos de un gato, por el canto lejano de un gallo, por el vuelo de un avión; por la sonrisa de un extraño, por el encuentro del agua con la tierra fértil de un jardín pequeño...
Cambia, como afirma una joven poetisa, un reloj del tiempo rápido por un reloj de horas largas.
Para mirar a la naturaleza y apreciar a los pájaros. Cambia un día aterrador, aprisionado, rápido, por un día libre, sencillo y largo.
Cambia, aprende, crece.
Inunda tu vida con esas felicidades pequeñas y ciertas.
Redacción del Momento Espírita con base en el capítulo A arte de ser feliz, del libro
Escolha o seu sonho: crônicas, de Cecília Meireles, editora Record y en el capítulo
Dessas pequenas felicidades certas, del libro O que as águas não refletem,
de Andrey Cechelero, editora del autor.
En 30.03.2009.