La dama de la alta sociedad solía desfilar en su carruaje de lujo por
las calles de San Francisco, mirada con admiración y envidia.
Un día, los periódicos publicaron la muerte de una tía suya, y ella,
obedeciendo a las convenciones sociales tuvo que permanecer en su hogar durante
una semana.
Indignada al tener que quedarse siete días dentro del enorme palacio,
buscó a su marido, que era el Gobernador
del Estado y él le hizo recordar que podría pasar esos días jugando con su
hijo.
A ella le gustó la idea y se dirigió entonces al sector izquierdo del
palacio, espacio que había sido liberado para el pequeño príncipe, que vivía
rodeado por profesionales de distintas nacionalidades para que le enseñaran
idiomas y costumbres de otros pueblos.
Cuando el pequeño Leland vio a su madre, se alborozó muchísimo y le
preguntó por qué estaba allí ese día y a esa hora no habituales.
Ella le contó
el motivo, feliz, él le preguntó cuántas tías aún le quedaban.
Leland estaba sentado al piano tocando una balada que había aprendido
con el ama francesa. La madre, impresionada,
escuchó por algunos
instantes la melodía que lanzaba al aire acordes melancólicos. Le pidió al hijo que cantara, y él accedió. Le pidió
también que tradujera la canción y lo hizo estupendamente.
Era la historia de un chico, que iba diariamente con su madre hasta la
playa, desde donde ambos, veían alejarse, hasta desaparecer en la línea del
horizonte, el barco pesquero de su padre. Todos los días se repetía la escena
, hasta que un cierto día el barco
no regresó.
La madre le pidió a su hijo que la esperase allí, pues iría a buscar
al marido. Se internó en el mar y
nunca más volvió. El chico, quedó
a la espera de su madre y de su padre, pero jamás regresaron.
La balada conmovió a la gran dama. Le comentó al hijo que era muy
triste. A su vez él le contestó que la cantaba porque se identificaba con el
chico de la playa. La madre no entendió la semejanza
y le dijo:
- Tú tienes
todo. No te hace falta nada. Tienes madre y padre y eres el heredero de uno de
los hombres más importantes de este Estado.
Leland respondió con un cierto aire de tristeza:
- Papá entró hace muchos años en el mar de los negocios y nunca puedo
verlo.
- Tú lo seguiste y yo me quedé aquí a la espera de un regreso que
nunca sucede. Como puedes darte cuenta, mi historia es muy parecida con la del
chico de la playa.
A partir de aquel día, la dama empezó a convivir más con el hijo de
once años. Lo conoció mejor y aprendió a amarlo.
El cariño y las caricias maternas le dieron a Leland un brillo nuevo.
Durante algún tiempo la vida les permitió disfrutar la alegría del afecto
mutuo, las experiencias vividas, uno en compañía del otro.
Hicieron un largo viaje en barco, y Leland se enfermó. Su madre hizo
todo lo que estuvo a su alcance para salvarle la vida, pero fue en vano.
El buque regresó y Leland no pudo más contemplar a su madre con los
ojos físicos.
Sin embargo, en ese breve tiempo de convivencia, el chico le enseño a la
madre otros valores.
Ella construyó orfanatos y otras obras de asistencia para la comunidad
carente.
Leland no heredó la fortuna de sus padres, pero la fortuna rinde frutos
hasta nuestros días, para la sociedad de ese estado. Entre ellos, la
Universidad Stanford.
No hay motivos que justifiquen el abandono de los hijos por parte de los
padres.
No hay hijos que acepten, de buena gana y conscientemente, reemplazar el
afecto de los padres por cualquier otro tesoro.
¡Pensemos en eso!
(Basado en conferencia impartida por
Divaldo Pereira Franco)