Ella
era aún una adolescente cuando la policía nazi invadió la oficina de su padre
y lo llevaron detenido. Nunca más lo vio.
A
principios de la Segunda Guerra mundial, ella y toda su familia, incluso sus
abuelos, fueron arrestados y enviados al campo de concentración de Maidanek.
Era una de las más tristes centrales de muerte de Hitler.
Cierto
día, ella y sus familiares fueron puestos en una cola, obligados
a desvestirse y entrar en una gran cámara. Golda conocía aquella cola.
Sus amigos y conocidos ya habían ido allí y nunca más habían vuelto.
Por
eso, ella y los demás gritaron, lloraron, rezaron. Pero no había ninguna
esperanza. Golda fue la última que empujaron hacia dentro de la cámara, antes
que los guardias cerraran la puerta y abrieran
el gas mortal.
Sin
embargo, por alguna intervención divina ignorada, fue imposible cerrar la
puerta con ella dentro del recinto.
Por
eso, los guardias la empujaron hacia afuera y la dejaron al aire libre. Como su
nombre constaba en la relación de los muertos, nunca más la llamaron. Para
todos los efectos, estaba muerta.
Su
energía se dirigió entonces a un único objetivo: sobrevivir. Ella deseaba
continuar viva. Cuando todo acabase, contaría al mundo lo que aquellos hombres,
que más parecían animales, habían hecho a sus semejantes.
Logró
sobrevivir al invierno polonés e imaginaba que si Dios le había perdonado la
vida, era para que les contara a las futuras generaciones lo que había
presenciado.
El
odio la alimentaba, cuando le faltaba la comida. Cuando sentía desfallecer por
el hambre y el cansancio, cerraba los ojos, recordaba los gritos de sus compañeras
usadas como conejillos de indias por los médicos del campo o violentadas por
los guardias.
Imaginaba
el campo de concentración ser libertado y repetía para sí misma:
”Todo
el mundo sabrá esos horrores. Yo me encargaré de contarles.”
Cuando
los aliados llegaron, Golda se quedó paralizada de rabia y amargura. Al ver los
portones derribados y todos los prisioneros, incluso ella, ser libertados, un
nuevo juicio le vino a su mente: era inconcebible pasar el resto de la vida
destilando odio.
Si
utilizase la vida, que le fue perdonada, para sembrar las semillas del odio,
ella no sería diferente de Hitler y de todos aquellos seres crueles. Sería sólo
una víctima más, esparciendo odio. La única manera de encontrar la paz era
perdonar.
Por
eso, tomó una decisión: dedicaría su vida para transformar otras. Si pudiese
cambiar la vida de una persona convirtiendo su odio y su deseo de venganza en
amor y piedad, el mérito de haber sobrevivido sería justificado.
Y
así lo hizo. Fue a servir como voluntaria en la reconstrucción de Polonia y
sembró el perdón y el amor.
***
Perdonemos
siempre, olvidando todo el mal y recordemos nuestro deber de hacer todo el bien
posible.
Perdonemos
la agresión que cualquier índole, no conservando ninguna forma de
resentimiento contra quien se convierte en herramienta del mal.
Perdonemos
la impiedad, y reconozcamos que su portador es alguien a camino de la locura.
Perdonemos,
porque al fin y al cabo, nuestro compromiso es con el amor. Así lo hizo Jesús,
amemos, perdonando siempre todo y a todos sin desfallecer.
Fuente:
La Rueda de la Vida, de Elizabeth Kübler-Ross, cap. 10 y Rumbos Libertadores,
de Divaldo Pereira Franco, cap. 24)