Enamorar, abrazarse y besarse sin compromiso, pedir para salir con los amigos, todo está programado para después de los catorce años. Pero pequeños, desde los ocho años de edad ya están asustando a los adultos con actitudes que deberían ser de adolescentes con más de quince años.
Hay siempre alguien que aplauda y le parezca bien que los niños crezcan rápido. Al fin y al cabo, estamos en el Tercer Milenio, la era de informática y de la aldea global.
Sin embargo, todo esto les hace mucho mal, a los adultos y a los niños. Pues ellos empiezan a atropellar su paso hacia la madurez, al cual ya se le ha dado un nombre síndrome de la adolescencia precoz.
Es síndrome porque no se trata de una adolescencia de hecho. Alrededor de los once años de edad, los pequeños no tienen la correspondiente estructura síquica para procesar emociones que surgen en situaciones complejas vividas por los mayores.
Un beso sensual, una bocanada, un trago de bebida alcohólica rebota en el cuerpo y no encuentra lugar para encajarse. No proporciona placer. Sólo hace con que se sientan importantes.
Pero sin placer por lo que hacen, sin darse cuenta lo que están sintiendo, acaban desgastados y sobrecargados. Se abre entonces el camino hacia la depresión y la agresividad.
Intentando ser lo que no pueden, corren el riesgo de no llegar a ningún lugar. Es por eso que la actitud de los padres es realmente importante.
De los seis a los once años es la etapa en que los niños tienen inclinación para ser tranquilos, no rebeldes.
Es la época que copian a los padres, se peinan, visten, andan y hablan tal cual ellos. Es la época en la que los varones se pegan al padre y las niñas son la sombra de la madre.
Esto contribuye para que se definan como masculino y femenino. Cabe a los padres ayudar a sus hijos en este período.
Su tarea es asumir el lugar de importancia máxima para sus imitadores y admiradores. Deben hablar de sí, de sus actividades, de lo que hacen, lo que sienten. Enseñar a sentir, y, naturalmente, establecer límites. Sólo puede ser referencia para un niño la persona que lo cuida. Y solamente el que fija límites realmente cuida.
Es de esta manera que se muestra a los pequeños el valor real en el mundo. El valor de quien merece ser cuidado y que tiene un arduo trabajo de madurez para realizar, en el momento adecuado.
Sin esta posición, sin esta ayuda, los niños quedan a merced de comportamientos ilusorios y con la falsa impresión de que sólo serán buenos si actúan tal cual los mayores, aunque estos apenas parezcan ser mayores.
Se van a sentir inferiores y hacer de todo para parecer grandes, para poder acompañar a los demás. Podrán ser osados o quedar con la sensación amarga de que están perdiendo el tiempo, que la juventud se les va escurriendo entre los dedos, mientras los otros están, de veras, usufructuando la vida.
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La educación empieza en la cuna, no más tarde. El niño y el adolescente, aunque puedan parecer ingenuos, puros, casi nunca lo son.
Pueden traer experiencias ni siempre positivas de existencias anteriores. En función de ello, es indispensable la educación en su sentido más amplio y profundo, para que se adquieran valores verdaderos, reales, y superar así las dificultades.
Para este noble objetivo son indispensables el amor, el conocimiento y la disciplina. Solamente de esta forma, se grabarán en estas almas, que están volviendo a escribir su propia historia, las lecciones que deberán acompañarlas para siempre.
Redacción del Momento Espírita, basado en la
presentación del libro Adolescência e vida, del Espíritu
Joanna de Ángelis, psicografia de Divaldo Pereira Franco,
ed. LEAL y en el artículo Adolescentes antes da hora,
de Ivan Capelatto y Angela Minatti, del periódico Gazeta do
Povo del 8.8.1999.
En 9.9.2014.