La madrugada se despide de la noche y se instala. Pero la oscuridad aun predomina.
Los hombres utilizan la luz artificial para alejar a las tinieblas. Son los faros de los vehículos, para quienes se trasladan a distancias. En las casas, son las bombillas, las velas, los faroles.
Bombillas en los postes de luz auxilian a alumbrar el camino, pues la luna con su cara redonda y luz plateada no ilumina lo suficiente.
Las farolas en puntos estratégicos indican el rumbo a aquellos que navegan en las aguas mansas o agitadas de los mares.
Enseguida, los brazos de la madrugada se desperezan y pequeños rayos de luminosidad alcanzan la mañana para que se despierte.
Finalmente es mañana plena, mientras los hombres corren de un lado para el otro debido a sus estudios, negocios, sus vidas, Dios instala su extraordinario aparato de multimedia para la proyección de un nuevo día.
En un trabajo inigualable que a cada día nunca repite la misma fórmula, el Arquitecto Singular proyecta sus diapositivas en el telón del Universo.
Existe luz, sonido, movimiento.
Los brazos del sauce oscilan bajo la acción del viento que se viste de brisa ligera.
Jardines, montañas, campos. Áreas verdes, ríos cantantes, fuentes abundantes se multiplican.
La proyección es tan magnífica que el espectáculo permite que sintamos el perfume de la tierra, de las flores, de las grietas de la madera.
En una parte los rayos del sol lanzan sombra, más allá se extienden alejando a las nubes.
Los pequeños relieves parecen ondular en el paisaje. Las hojas multicolores del otoño se mezclan como en un lienzo, mientras en otro las delicias de la primavera explotan en botones.
Paisajes desérticos casi interminables, desde un punto. Dunas, oasis, palmeras.
Desde otro punto, paredes altas, montañosas.
Hielo aquí, calor más allá.
Pájaros cantan, huevos son empollados, la vida se multiplica en todas partes.
Así, durante las horas del día las diapositivas van sucediéndose, una a una.
El hombre cruza apresurado, pocos se dan cuenta de los cuadros que se alternan en continua sucesión.
Cuando la tarde se muere y la noche retorna, Dios, como un artista hábil, esparce un manto negro a fin de que los astros que recorren el Infinito puedan ser mejor vistos.
Eso ocurre cada día, cada noche.
Si el hombre contemplase atentamente a la naturaleza, estudiase mejor sus leyes, comprendiese la armonía que ella enseña, viviría mejor.
Cuando el cansancio le alcanzase en las horas de trabajo, se pararía un rato y miraría al jardín.
Si tuviera a su alrededor paredes de concreto de varios edificios, podría mirar al cielo, seguir el paseo de las nubes y permitirse despeinarse por el viento.
Sería suficiente sacar la cabeza afuera por una de las ventanas donde esté.
Todo eso le fortalecería. Y le haría acordarse de Quien le creó por amor y por amor le sostiene.
Se daría cuenta que, por encima de las leyes humanas, vigora una Ley mayor, inmutable y justa.
Se acordaría que es hijo de Dios, que la vida es un tesoro muy precioso para ser desperdiciado.
Entonces, aprendería que el día fue hecho para el hombre y no el hombre para el día. Eso quiere decir que dosificaría el trabajo, el ocio, la meditación.
Tiempo para alimentar el cuerpo. Tiempo para alimentar el alma.
Sobretodo, amaría intensamente a aquellos con los cuales convive en ese hogar bendecido que se llama planeta Tierra.
Redacción del Momento Espírita
En 13.10.2008.