Desde niños una costumbre se instala en nosotros: arreglar los problemas comprando cosas. ¿Ya has percibido como esa situación es tan común?
Empieza cuando los niños miran las publicidades de la televisión e insisten con sus padres para que les compren juguetes y dulces.
A su vez, padres y madres también son llevados a creer que sus hijos serán más felices si tienen más y más cosas materiales.
Es el consumismo instalándose. En vez de enfrentar esa crisis educando a los niños, frecuentemente los padres los satisfacen.
Es una actitud que refuerza la creencia que se puede tener todo y que las cosas materiales son la razón de la felicidad.
Muchos padres, incluso, intentan compensar las largas horas de ausencia de sus casas haciendo compras exageradas.
Llenan a los hijos de objetos y, con rapidez, ellos aprenden a negociar. Se tornan cada vez más exigentes y consumistas.
En la adolescencia las compras continúan: los aparatos electrónicos sustituyen los juguetes. Son los celulares, computadoras y juegos electrónicos, inmediatamente sustituidos cuando surgen los modelos nuevos.
Las mesadas son más grandes y luego los hijos desaparecen de sus casas acompañados de los amigos. Están siempre trasnochando, con acceso fácil al alcohol, al tabaco y a las drogas.
El siguiente paso es comprarles un automóvil nuevo, un apartamento…
Surge entonces la pregunta: En las casi dos décadas que han vivido con sus padres, ¿qué aprendieron? ¿Qué ejemplos recibieron?
¿Conocen de verdad a sus padres? ¿Están preparados para amar o para comprar?
¿Y qué decir de los padres? ¿Realmente conocen a sus hijos? ¿Saben de sus sueños y aspiraciones? ¿Ya han escuchado sus frustraciones y problemas?
Entonces, el joven alcanza la adultez. Y las situaciones infelices continúan siendo arregladas a base de las compras.
Ropas, zapatos, automóviles, vinos, joyas. La ostentación encubre la infelicidad.
Es falsa esa felicidad basada en tener las cosas. Ella estimula al materialismo y destruye lo más bello que tenemos: la convivencia familiar, el establecimiento de los recuerdos preciosos.
Amar a la familia incluye el sustento de sus necesidades, el proveer el estudio de los hijos, garantizar la alimentación y el ocio.
Sin embargo, muy distinto es sustituir la presencia del amor por un regalo – por más preciosamente envuelto que venga.
Un hijo es una dádiva Divina. Una responsabilidad que incluye no solamente ofrecerle cosas materiales, sino darle también el soporte emocional, psicológico.
Es necesario hablar a los hijos, conocerlos, averiguar lo que piensan, reflexionar acerca de lo que hacen.
Lo mismo se aplica al matrimonio: después de algunos años de convivencia, las conversaciones, antes tan íntimas, son sustituidas por los regalos, como flores y joyas.
Poco a poco la complicidad, el interés y hasta la atracción se disipan.
¿Y los padres? Envejecen solos, cercados por enfermeros o personas pagadas para celar por ellos. Viejos padres aislados con sus manías y conversaciones que nadie quiere escuchar.
¡Cuán felices serían con visitas y conversaciones más largas!
Por todo eso, reflexiona hoy: ¿Estoy amando o comprando a mi familia?
Redacción del Momento Espírita
Disponible en el CD Momento Espírita Español, v. 1, ed. FEP.
En 24.6.2014.