Se habla mucho acerca de las madres y del poder de su amor. Un caso de los más significativos fue, con certeza, lo relatado por la Doctora Elisabeth Kübler-Ross.
En el hospital donde trabajaba, encontró a una señora afectada por una enfermedad terrible y que ya había sido internada diez veces.
En cada internación quedaba hospitalizada por un período en aquel Centro de Terapia Intensiva y todos, médicos y enfermeras, apostaban que ella moriría. Sin embargo, superada la crisis mejoraba y volvía a su casa.
Todos en el hospital no entendían cómo esa mujer continuaba resistiendo y no se moría.
Entonces, cierto día, la señora Schwartz explicó que su marido era esquizofrénico y cada vez que tenía uno de sus ataques agredía al hijo más joven, en aquel entonces con diecisiete años.
Temía por la vida de su hijo, pues si ella muriera antes que el chico alcanzara la mayoría de edad, el marido sería el único tutor legal del hijo.
Ella imaginaba lo que sucedería con el chico en las manos de un padre con tal enfermedad.
Es por eso que todavía no puedo morirme, concluyó.
Lo que mantenía a esa mujer viva, lo que le daba fuerzas para luchar contra la muerte, siempre que esta se presentaba, era exclusivamente el amor al hijo.
¿Cómo dejarlo en esas circunstancias? Por eso, ella luchaba y luchaba siempre.
La doctora, emocionada al observar el sufrimiento físico y moral de aquella mujer, decidió ayudarla consiguiéndole un abogado para que esa madre tan preocupada transfiriese la custodia del chico a un pariente de confianza.
Aliviada, la paciente dejó el hospital infinitamente agradecida por poder vivir en paz el tiempo que todavía le quedaba.
Ahora, afirmó, cuando llegue la muerte, estaré tranquila y podré partir.
Ella vivió poco más de un año y cuando llegó el momento abandonó el cuerpo físico, en paz.
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La historia nos hace recordar a todas las heroínas anónimas que se transforman en madres, en nombre del amor.
De aquellas que trabajan de sol a sol recogiendo papeles en las calles, trabajando en industrias o fábricas, y regresan a sus hogares a la entrada de la noche para servir la cena a sus hijos pequeños.
Y todavía supervisan las lecciones de la escuela, cantan una canción mientras ellos duermen en sus regazos.
Y las madres de los discapacitados físicos y mentales que dedican horas y horas, todos los días, ejercitando a sus hijos según la orientación de los profesionales, sólo para que ellos logren andar, moverse un poco, expresarse.
Madres anónimas, heroínas del amor. Todos nosotros que estamos en la Tierra debemos nuestra existencia a una criatura así.
Y cuántos de nosotros tenemos que agradecer el desarrollo intelectual conquistado, el título, la carrera profesional exitosa, la madurez emocional, fruto de años de dedicación incomparable.
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Quien disfruta de la alegría de tener a la madre a su lado, en la Tierra, no se olvide de honrarla todos los días con las flores de la gratitud.
Si los días de la vejez ya la han alcanzado, llénaselos de alegría.
Acaricia sus cabellos canosos con la ternura de tus manos.
Recuérdale que tu vida se ennoblece gracias a sus ejemplos dignos, a los sacrificios sin igual, a las lágrimas vertidas de sus ojos.
Y recogiendo el suave perfume de la mañana, sorpréndela diciendo: ¡Bendita seas siempre, madre mía!
Redacción del Momento Espírita, con base en el capítulo 24, parte 2, del libro A roda da vida, de Elisabeth Kübler-Ross, ed. Sextante, Brasil.
En 15.07.2008.