Famosos son los juzgamientos de la Historia. El de Nuremberg, que el Mundo todo acompañó, opinando por la punición de los que bárbaramente, durante la Segunda Guerra Mundial, habían torturado y matado seres humanos.
El de Jesús, en donde se verifica la injusticia gritando alto y superando el buen sentido de la justicia y de la verdad.
Juzgamientos de personas famosas que cometieron acciones criminosas o impropias.
Juzgamientos de criminosos que, de alguna manera, envolvieron personas famosas, como el caso del raptor del hijo de Lindenberg.
En tales procesos, siempre la opinión pública se inflama y de alguna manera, influencia los mismos jurados, de manera a que condenen o absuelvan.
Desde las primeras edades, cuando la llama tenue del pensamiento de justicia se enciende en el hombre, él empezó a juzgar a sus hermanos.
Muchas veces, el sentimiento de justicia se quedó empanado por las pasiones e intereses mezquinos, llevando el hombre a cometer errores, puniendo su semejante con la privación de la libertad, el confisco de los bienes y la muerte.
En los días actuales, proseguimos juzgando el semejante con todo rigor, sin establecer criterios y principios básicos.
Precipitados, opinamos y damos nuestra sentencia tan luego la prensa haga pública la conducta de esta o aquella criatura, aunque desconociendo detalles y razones.
Y no tememos aumentar un poco la intensidad de la falta cometida, aunque sea para justificar la impiedad con que juzgamos y la sentencia que proferimos.
Por veces, la envidia por no haber conseguido alcanzar la posición social, el cargo o la función del juzgado, nos incita todavía más al juzgamiento arbitrario.
Y, aun así, proseguimos afirmándonos cristianos. Seguidores de Jesús que nos enseñó:
No juzguéis para que no seáis juzgados, pues seréis juzgados como hubierais juzgado a los demás.
Hay necesidad de que cultivemos la indulgencia y la empatía. La indulgencia para ver a los que se equivocan con los ojos de quién sabe que el equivocado es siempre un Espíritu enfermo.
No necesita de nuestro frío juzgamiento, sino de nuestro auxilio para superar su problemática.
La empatía, con el fin de ponernos en el lugar de aquel que juzgamos y para que nos indaguemos si fuéramos nosotros los juzgados, ¿cómo nos sentiríamos?
Si fuera nuestro hijo el juzgado, ¿cómo estaría nuestro corazón?
La cuestión del juzgamiento nos parece fácil, porque los que son traídos a la barra pública del Tribunal no pasan de números. Ni siquiera nos acordamos que son seres humanos.
Pero son Espíritus inmortales, exactamente como nosotros, y merecen recibir justicia, no impiedad o la carga de nuestras frustraciones.
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La autoridad para censurar está en la razón directa de la moralidad de aquel que censura.
A los ojos de Dios, la única autoridad legítima es la que se apoya en el ejemplo del bien.
Lla base de la Justicia Divina se asienta en la misericordia de nuestro Padre Creador.
Es por ese motivo que Él nos concede la reencarnación como bendita oportunidad de reparación de nuestras faltas, al tiempo que nos faculta crecer y producir en el bien.
Redacción del Momento Espírita.
En 23.05.2008.