Cuantas veces, a lo largo de la vida, observamos las bendiciones y los daños causados por una palabra.
Las palabras se las lleva el viento – dice el refrán popular.
Pero no siempre es así. Existen palabras que difícilmente conseguimos olvidar.
Muchas veces, las palabras transmiten la gratitud de que está llena nuestra alma. Entonces, ellas se transforman en expresiones dulces.
En otras ocasiones, ellas sirven para demostrar el disgusto que nutrimos. Se tornan amargas como la hiel.
Hay momentos que las palabras son animosas, suaves, repletas de luces. Son la manifestación de la amistad y del amor.
En otros momentos, ellas son como el ácido: agreden a los que las escuchan.
Son tristes y dolorosas. En ese instante, son conductoras del desencanto y de la infelicidad.
Sobre la naturaleza de las palabras tenemos una reflexión que hacer: ellas son la expresión de aquello que cargamos en el alma.
El propio Jesús fue quien advirtió: Los labios hablan de aquello que está lleno el corazón. ¡Qué gran verdad!
Las palabras apenas traducen lo que ocurre en nuestro interior.
Si albergamos resentimiento, deseo de venganza, rebeldía, odio y dolor, nuestros labios se abrirán para expresar palabras rudas en abundancia.
Quien nos oye entenderá que traemos el corazón obscurecido por sentimientos enfermizos.
Habrá, incluso, quien pase a evitarnos, a fin de no tener contacto con esa descarga de mal humor o de depresión.
Por otro lado, si nos expresamos con palabras de engrandecimiento, bienestar, alegría y paz, nuestra boca se tornará un instrumento de la esperanza y de la fraternidad.
Y quien nos oye concluirá que traemos el alma clara, iluminada por sentimientos sanos.
Habrá hasta quien nos busque para tener contacto con la torrente de optimismo y serenidad que dejamos fluir de nuestros labios.
Es verdad que pasamos la mayor parte del tiempo alternando entre momentos gratos y los de rabia o tristeza.
Por eso, nuestro desafío diario es lograr que cada vez sean más frecuentes los estados de ánimo felices.
Nuestra tarea es educarnos para que nuestros labios sean instrumentos del bien que habita en nosotros.
Es esencial moderar la lengua, medir las palabras, pensar antes de hablar.
Mejor aún: es imprescindible educar los sentimientos, disciplinar la mente, ser firme en el combate al deseo de reclamaciones, chismes y comentarios hirientes.
Somos Espíritus inmortales, responsables por las consecuencias de nuestras palabras, pensamientos y actitudes.
Responderemos a Dios y a nuestra conciencia por todas las palabras ofensivas que dirigimos a los demás.
Sí, pues las palabras tienen fuerza y pueden causar impactos tremendos sobre la vida ajena. Que esta influencia sea, entonces, positiva.
Que cada una de nuestras palabras sea de estímulo, amistad, fraternidad, pacificación.
Aún mismo cuando discordamos, seamos moderados, prudentes y bondadosos.
No olvidemos, siempre hay un sabor para poner en las palabras: la dulzura de la miel o el amargor de la hiel.
La elección es exclusivamente de cada uno.
Redacción del Momento Espírita.
En 20.05.2008.