Fue en su visita al hospital que el niño conoció a la chica enferma.
Al entrar, tuvo una ligera impresión de tristeza. Le pareció extraño.
Al fin de cuentas, el médico le mostró un gran armario con píldoras contra la
tos, pomada amarilla contra ampollas
y un polvo blanco contra la fiebre.
Le mostró la sala donde se podía mirar a través del cuerpo de una
persona como si fuera una ventana, para ver dónde se escondió la enfermedad.
Le mostró otra con espejos, donde se analizaban muchas cosas que amenazaban la
vida.
¡Qué extraño! pensaba el chico. Si aquí impiden que el mal vaya
adelante, todo debía parecer
alegre y feliz. ¿Por qué estoy sintiendo tanta tristeza?
El médico le explicó cómo insistía la enfermedad en entrar en el
cuerpo de las personas. Que había mil especies de enfermedades, que usaban
disfraces para que no pudieran ser reconocidas y cómo era difícil mantener la
salud.
Le explicó además, que era preciso estudiar mucho para desenmascarar y
desanimar la enfermedad, llevarla hacia fuera, atraer la salud y no dejarla huir.
Pero, cuando entró en la habitación de la enfermita, a él le pareció
muy hermosa, aunque un poco pálida.
Los cabellos se esparcían por la almohada.
Ella le dijo que no podía andar. Pero eso no tenía mucha importancia
porque no tenía ningún lugar para ir. Roberto le habló del jardín lleno de
flores que tenía en su casa. Pareció que ella se animaba un poco y contestó
que si tuviera un jardín, quizás sintiese ganas de curarse, para pasear entre
las flores.
Mientras
ella continuaba desfilando su tristeza, contando sobre las píldoras e
inyecciones que tenía que tomar todos los días y de los ejercicios que
necesitaba hacer, Roberto pensaba: para que esta niña se cure es preciso que
tenga el deseo vehemente de ver el día siguiente.
Si
ella tuviera una flor, con su manera toda especial de abrirse, de improvisar
sorpresas, tal vez quisiera curarse. Una flor que crece es una verdadera
adivinanza que vuelve a comenzar cada mañana. Un día ella entreabre un botón,
al otro nace una hoja más verde que una rana, otro día desarrolla un pétalo más.
Quizás
esta niña se olvide de la enfermedad, esperando día a día una nueva sorpresa.
Roberto afirmó que ella se curaría y deseó ardientemente eso.
Después fue a buscar flores, varias flores y las puso sobre la mesa,
cerca de la ventana, a los pies de la cama.
Trajo una espléndida rosa, que parecía ir lentamente abriendo sus pétalos
como se estuviera avergonzada o quizás quisiera guardar la sorpresa para otro día.
Entonces, la niña que solamente miraba al techo y contaba los agujeritos
de la madera, contempló las flores y se sonrió.
Aquella misma noche la tristeza salió por la ventana y la niña empezó
a mover las piernas.
¿Usted
sabía?
¿Que la medicina no puede casi nada contra un corazón muy triste?
¿Que para curarse de los males físicos es necesario tener ganas de
vivir?
Todo buen médico sabe eso. Y sabe también que para entablar la lucha
incesante contra la enfermedad y preservar la salud, es preciso ver en los
pacientes a sus hermanos.
En síntesis, es necesario amar mucho a las criaturas. Solamente así él
tiene condiciones de detectar las enfermedades y restablecer la salud de sus
pacientes.
(Variaciones
en torno del cap. 11 de la obra “El niño del dedo verde” de Maurice Druon.)