Los alumnos residentes estaban reunidos discutiendo sus dificultades.
Todos eran unánimes en afirmar que el mayor problema en el hospital era el Dr.
M.
A nadie le gustaba aquel médico que tenía a sus cuidados pacientes enfermos de cáncer. Él era brillante en su trabajo pero intolerable en el trato personal.
Era áspero, arrogante y nunca admitía que alguien dijera que uno de
sus pacientes iba a morir.
La médica psiquiatra que todo escuchaba, inesperadamente dijo: “no
se puede ayudar a otra persona sin
que te guste un poquito. ¿Hay alguien aquí que
simpatiza con él?”
Después de muchas caras feas, risas y gestos hostiles, una joven
levantó la mano vacilante. Era una enfermera.
“Ustedes no conocen a ese hombre”, ella comenzó. “No conocen la
persona que él es.”
“Todas las noches, después que todos los médicos ya se retiraron,
él visita a los pacientes. Comienza por el cuarto más lejano del puesto de
enfermería y viene siguiendo el pasillo, entrando de cuarto en cuarto.
Cuando entra en el primer parece seguro, de cabeza alta. Pero de cada
cuarto que sale, sus espaldas se van curvando cada vez más.
Cuando sale del último cuarto, está acabado. Sin alegría, esperanza
o satisfacción por su trabajo.
Lo que más desearía es que cuando él está así de triste, sería
poner mi mano en su hombro como una amiga. Pero nunca lo hice porque soy sólo
una enfermera y él es el jefe del departamento de oncología.”
Acto seguido, todos se reunieron e insistieron para que ella se
esforzara y siguiera el impulso de su corazón. Aquel hombre necesitaba de ayuda.
Una semana después, reunidos nuevamente, la enfermera entró sonriente
y dijo: “lo conseguí”.
El viernes anterior, ella vio al médico salir desalentado del plantón.
Dos de sus pacientes habían muerto aquel día. Se acercó a él, e
inesperadamente, él la llevó a su consultorio y se desahogó.
Él le contó como soñaba en curar a sus pacientes, mientras sus
amigos, de la misma edad que él, estaban constituyendo familia. Su vida había
sido aprender una especialidad. Ahora, él ocupaba una posición que podía ser
la diferencia para la vida de los enfermos.
Y a pesar de eso, todos ellos morían. Uno tras otro, todos morían. Él
era un hombre acabado, vencido.
Cuando escucharon esa historia, los residentes se dieron cuenta de cómo
todos somos frágiles y necesitados de afecto. También de cómo una persona
tiene el poder extraordinario de curar a otras, apenas tomando coraje, y
actuando siguiendo el impulso del corazón.
Un año después, el Dr. M. era otro hombre. Abrió su corazón a las
personas e redescubrió las maravillosas cualidades que poseía, el afecto y la
comprensión que lo habían motivado a transformarse en un médico.
***
Un gesto, una actitud, una mirada, pueden cambiar la vida de una
criatura.
Personas ásperas, de trato amargo, casi siempre están escondiendo sus
heridas y pesares profundos.
Algunas veces, basta un pequeño toque para que ellas abran su corazón
y demuestren toda su fragilidad.
Y lo que hace la gran diferencia en la vida de tales personas es la
demostración de afecto, que puede ser de un gran amor, de un amigo, de un
hermano o de un compañero de trabajo.
Por todo eso, esté atento. Mire a su alrededor y descubra si usted,
con su actitud, no puede hacer la gran diferencia en la vida de alguien.
(Redacción
del Momento Espírita, basada en el libro “La Rueda de la Vida”, de
Elisabeth Kluber-Ross, cap. 20, De corpo e alma.)